Querida Ariella,
En primer lugar, gracias por aceptar este intercambio. Tras dudar acerca de cuál debería ser el hilo a seguir y la preocupación central de nuestras respectivas cartas, creo que lo más indicado sería fijarnos en el papel de la fotografía respecto a las nuevas formas de entender la acción política. Más concretamente, qué puede hacer la fotografía por mejorar este mundo sin caer en la tentación humanista que ha dominado gran parte de su historia. La imaginación política necesita a la fotografía, pero no en su forma actual.
Tus aportaciones en este sentido han sido cruciales. Tras la publicación de The Civil Contract of Photography (Zone Books, 2008) modificaste los términos del debate. Desde entonces se hace difícil seguir entendiendo la fotografía como algo reducido a las imágenes que este medio produce. Tu visión radical en ese libro sugería que la fotografía había entrado desde el minuto cero en el tejido del cuerpo político. La presentación de la invención por Dominique François Arago el 10 de Agosto de 1839 en la Cámara de Diputados, frente a hombres de estado y de las ciencias, así lo prueba.
Por eso, los intereses más inmediatos de aquella nueva tecnología no serían exclusivamente estéticos. Pronto la fotografía se contemplaría como la aliada perfecta del extraccionismo imperante en el siglo XIX. Hubo quien la imaginó como un escáner capaz de capturar el mundo, almacenarlo y transportarlo. La herramienta perfecta para acelerar la expropiación de los descubrimientos en el mundo material y más tarde también en el mundo vivido.
La voluntad crítica que ha surgido con la pandemia nos enfrenta a un periodo en el que se exige una reparación urgente del mundo en el que hemos habitado hasta ahora, incluidas muchas de las premisas e instituciones que lo forman. Tu último libro aporta un despliegue consecuente. Insiste en la fotografía como objeto central de las políticas que rigen nuestra relación con la historia y el espacio generados por el capitalismo. Los museos, los objetos contenidos en sus colecciones, así como los documentos y los expertos que acceden a ellos están bajo sospecha.
“La innovación formal que tanto ha marcado la historia de la fotografía no nos sirve en estos momentos.”
Con este nuevo título aparecido a finales del año pasado, Potential History. Unlearning Imperialism (Verso, 2019), algunos críticos pensarán que has dejado de ocuparte de la fotografía para pasar a criticar la persistencia de un régimen colonial. Un régimen que sigue ejerciendo su influencia a pesar de que no siempre lo admitamos. Pero tal como tú misma has afirmado, para descolonizar el museo, antes debemos reparar el mundo.
La innovación formal que tanto ha marcado la historia de la fotografía no nos sirve en estos momentos. Los cambios que esperamos acometer son más profundos. Queremos saber qué papel ha jugado la fotografía en la configuración de este mundo al que ahora también nos permitimos poner en cuarentena. Un mundo al que no dudas en calificar de régimen violento y de corte imperial. El día que publicaste la primera entrada en el blog del Fotomuseum Winterthur hiciste una propuesta tan radical como imaginar que los orígenes de la fotografía deberían retroceder hasta la fecha de 1492. El terremoto provocado por tal afirmación ha derribado pilares que imaginábamos muy sólidos.
Vista de la exposición Ariella Aïsha Azoulay.Errata. Fundació Antoni Tàpies. Fotos Roberto Ruiz
En consecuencia, el dispositivo fotográfico ya no se limita al aparato mecánico destinado a la captura de imágenes. Adquiere una nueva escala que transforma el pequeño mundo de la fotografía que vio la luz en el siglo XIX. Esta nueva dimensión trae consigo una historia potencial de la fotografía, y con ella fotografías “no tomadas”, “que no se pueden mostrar” o “inaccesibles”.
Si bien últimamente has aplicado este arsenal de recursos a la historia de las empresas coloniales, sería aconsejable advertir a los lectores que estas nociones no surgen de un mero capricho intelectual. Son el producto de haber vivido y trabajado en un contexto como el de Israel, en el que durante décadas se ha impuesto un apartheid de facto respecto a la comunidad palestina.
La situación política generada por el estado de Israel desde 1948, como tú bien has dicho junto a Adi Ophir, no es un “accidente”. Se ha convertido en un régimen perverso con su propia lógica y dinámicas. Cada día tenemos en la sección de noticias internacionales un apartado en el que se nos recuerda esa “situación excepcional”.
Sin embargo, las consecuencias no se limitan a los territorios ocupados. Tus ensayos, tanto los escritos como aquellos de carácter visual, extrapolan los efectos del conflicto propio de la región a un régimen global en el que se perpetúan las formas de gobierno colonial. Al leer tus textos das la impresión que la fotografía no nació en Francia, sino que se ha fraguado con la catástrofe humanitaria que castiga a los palestinos.
Ariella Aïsha Azoulay. Unshowable Photographs
Recuerdo el instante en que me mostrabas tu proyecto Act of State. Palestine-Israel (1967-2007). Desfilando ante las más de 800 imágenes que lo componen, nos detuvimos frente a una.
Avi Simchoni, Israel Sun Ltd, Gaza, 1969
Me preguntaste qué veía. Respondí que observaba unos niños corriendo por una calle sin asfaltar frente a un soldado israelí. Entonces me confesaste que tuviste aquella imagen durante un periodo de tiempo prolongado sobre tu mesa de trabajo hasta que un buen día te diste cuenta de que algo extraño ocurría. La distancia entre esos niños que parecían salir del colegio era mayor de lo que uno cabría esperar. La ley que prohíbe reuniones en el espacio público también se aplicaría, sin distinción, a los menores que viven en los territorios ocupados.
Este tipo de observaciones, que no vienen inscritas en el reverso de las fotografías de prensa, te permitían desplegar el catálogo de los gestos que jalonan una relación entre palestinos e israelíes. Una serie de contactos marcados por la negativa de unos a reconocer la ciudadanía de otros. Pero para identificar ese tipo de injusticia no es suficiente con la evidencia que aporta la práctica del fotoperiodismo. Cuando aquello que ha sido atacado es una sociedad civil constituida, aunque no tenga el reconocimiento de un estado, la evidencia que se requiere es de otro tipo. En este punto, la evidencia fotográfica basada en aquello que la cámara ha visto resulta obsoleta
“¿Cuántas veces las fotografías han servido para alegar lo contrario de lo que ciertamente ocurrió?”
Martha Rosler suele decir que la estética documental transforma a los espectadores del arte en ciudadanos. Pero lo cierto es que el documento, producto de estas prácticas, acumula cada vez más detractores.
Susan Meiselas, con quien colaboras a menudo, experimentó una crisis similar cuando se vio en la coyuntura de sacar a la luz evidencias de la violencia doméstica. No pudo hacerlo. En su lugar, recurrió a las imágenes de la policía de San Francisco para presentar el lenguaje de la institución que hasta el momento se encargaba de esa violencia tan específica.
Algo parecido hizo al cabo de un año al intentar documentar la masacre de Anfal ordenada por Sadam Hussein.
Según ella, carecía de sentido fotografiar uno a uno los cadáveres desenterrados de las fosas comunes, tal como ella misma lo había presenciado. El crimen superaba con creces la escala de un asesinato cometido contra un número determinado de individuos. Se trataba de un crimen dirigido contra la sociedad civil kurda.
Susan Meiselas. Mediaciones. Fundació Antoni Tàpies, 2017-2018
“¿Pero qué tipo de fotografía se requiere para mostrar la magnitud exacta de un atentado contra eso que llamamos la sociedad civil?”
La escala de aquella barbarie requería una nueva manera de vehicular la evidencia. Descubrimos que la promesa de verlo todo, documentarlo todo y exponerlo todo ya no satisface las demandas políticas de nuestros días. Tú denuncias esta expectativa propia de las sociedades democráticas como un privilegio asociado al abuso de poder que emana de los derechos implantados y garantizados por un régimen imperial. Sabemos que esos regímenes de visibilidad, aparentemente tan completos, exhaustivos y a veces de carácter científico y académico, dejan fuera de campo la cuestión de la responsabilidad. Hemos separado el conocimiento, derivado de nuestro progreso, de la culpabilidad inherente. La asimetría es escandalosa.
Pero llevamos mucho tiempo así. Tanto que hemos desarrollado una capacidad de olvido sistemática. Aquí viene a la mente un cineasta como Michael Haneke. Hace poco, tú misma mostrabas un fotograma de Caché (2005) en tu página de Facebook.
Michael Haneke, Caché, 2005
Acto seguido discutimos sobre su exasperante ambigüedad. Eso me animó de nuevo a revisar la película. Todo empieza con unos misteriosos vídeos que Georges, el personaje central, recibe sin saber quién los remite. De repente se ve asaltado por un recuerdo de infancia. Cuando averigua quién puede estar detrás de aquellas cintas, las dudas se convierten en pesadillas. Un hecho irrefutable está en la base de esta historia. La muerte violenta de 200 argelinos que perecieron ahogados en el Sena tras la represión de una manifestación en las calles de París el 17 de octubre de 1961. En los extras del DVD, Haneke no disimula su horror. A las preguntas del entrevistador sobre cuál sería el tema de la película, el cineasta responde sin titubear: “La cuestión es si aceptaremos ser culpables”.
Lo dejo aquí.
Querido Carles:
Nuestro diálogo no empieza con este intercambio epistolar. Se inició en 2007, cuando me invitaste a participar en la exposición seminal «Antifotoperiodismo», que comisariaste junto con Thomas Keenan y en la que me propusisteis exhibir mi archivo fotográfico agrupado bajo el título «Act of State – Palestine, 1967-2007». La conversación nunca ha cesado, ya que continuamos colaborando en varios proyectos. Hace más o menos un año se intensificó al empezar a trabajar juntos en mi exposición «Errata», de la que fuiste comisario en la Fundació Antoni Tàpies. Así que ahora estamos muy versados en el arte de la correspondencia.
Permíteme que retome el hilo de tu carta, en la que hacías referencia a la película Caché (Escondido). Hace unas semanas, nos «escribimos» unas pocas palabras en público, en un intercambio muy breve a partir de tu comentario a una imagen que yo había publicado en Facebook. La había sacado de la última escena de la película de Haneke y la única reacción que recibí fue la tuya:
Captura de Caché, Michael Haneke, 2005.
«¿Qué me dices de la escena en la que el hermanastro se degüella a sí mismo?». Me encantó este comentario por la naturalidad con la que te referías a Majid como «el hermanastro». Majid era un niño argelino que la familia del protagonista acogió y estaba a punto de adoptar. En la misma película nadie da un nombre a la relación entre los dos hombres.
«El imperialismo nos empuja a dar por hechas e irreversibles sus estructuras de violencia e injusticia, estructuras que se basan en divisiones raciales.»
Y tú simple y llanamente lo llamaste «hermanastro». Para mí esto es un ejemplo de lo que yo llamo desaprender el imperialismo, el subtítulo de mi nuevo libro, Potential history.
El imperialismo nos empuja a dar por hechas e irreversibles sus estructuras de violencia e injusticia, estructuras que se basan en divisiones raciales. Estas divisiones determinan la posición en el mundo de las personas, cómo estas se identifican y reconocen, qué se les permite ser, hacer y tener, el tipo de trato al que estarán expuestas y cómo lo que se les hace se percibe como una parte normal del orden de las cosas o una injusticia que hay que corregir. Estas divisiones están grabadas en las tecnologías que manejamos; así pues, rechazarlas exige un compromiso proactivo para desaprender.
The Resolution of the Suspect, Fotografías de Miki Kratsman y texto por Ariella Aïsha Azoulay, 2016.
No puedo ofrecer un buen resumen de la película a quienes no la han visto, pero sí puedo mencionar algunos detalles necesarios que explican por qué reconocer a Majid como «hermanastro» es, en sí, un ejemplo excelente de desaprender la violencia imperialista. Cierras tu carta con una cita de Haneke: «La cuestión es si aceptaremos ser culpables» y en mi opinión la cuestión debería invertirse de algún modo: ¿los colonizadores y los ciudadanos imperialistas están comprometidos con el desaprendizaje de las condiciones y la visión del mundo responsables de generar la representación de los pueblos colonizados como culpables, como se insinúa constantemente en la fotografía y el cine? Un desaprendizaje proactivo de la violencia imperialista debe ser prioritario, también cuando vemos películas que tratan sobre la violencia colonial. De lo contrario, los colonizados continuarán siendo el sospechoso habitual. En el caso de Caché (Escondido), sin este desaprendizaje, la película nos hace sospechar de Majid desde el principio y considerarlo responsable de todo lo que le sucede a Georges, el protagonista blanco de clase media. La aparición de Majid en la película ya se filtra con lo que yo llamo «la resolución del sospechoso» (el título de mi libro sobre el fotógrafo Miki Kratsman).
Conocemos a Majid como sospechoso mucho antes de tener datos sobre su vida: lo enviaron a un orfanato poco después de que los padres de Georges, una acaudalada familia francesa que conocía a Majid de toda la vida (los padres de Majid trabajaban para ellos y vivían en su granja), lo adoptaran. Esta familia francesa decidió adoptar a Majid cuando se enteró de que sus padres, una pareja argelina, estaban entre los doscientos manifestantes argelinos que murieron ahogados en el Sena por culpa de la policía parisiense. Georges, su hijo consentido que por aquel entonces contaba seis o siete años, miente a sus padres sobre Majid y lo acusa de actos indeterminados y por eso les pide que lo echen de casa. Desde luego, hay que reprochar a Georges su decisión como persona adulta de rechazar cruelmente varias oportunidades de recomponer su relación con Majid, y más adelante con su hijo, y en general que de adulto adopte la postura del colonizador. Pero no se le puede reprochar lo que hizo a los seis años. Su deseo de que Majid desaparezca de su familia y de su vida debe contemplarse como una demanda infantil que sus padres jamás deberían haber satisfecho; además, a Majid no lo habrían arrancado de su hogar como lo hicieron si no hubiera sido un niño argelino.
Captura de Caché, Michael Haneke, 2005.
Era responsabilidad suya abordar de otra manera el miedo, la envidia o el dolor subyacentes tras el deseo de su hijo en lugar de ceder a sus antojos. En la película queda claro que esta expulsión del hogar dejó a Majid con una herida abierta el resto de su vida y a la madre de Georges, con un duelo silenciado. Sin embargo, para Georges esta expulsión traumática solo representa un capítulo cerrado de la historia de su vida. Georges se niega a reconocer su papel en el regreso extemporáneo de Majid a su vida —a través de recuerdos, alucinaciones, pesadillas y cintas de vídeo— y, en lugar de abrirse y escuchar, por primera vez, lo que Majid o su hijo tengan que decir sobre sus vidas imbricadas, Georges prefiere dar dinero para que Majid desaparezca de su vida por segunda vez.
Así que para mí este es el contexto cuando leo que llamas hermanastro a Majid y, así, haces que vuelva a formar parte de su familia francesa. Una negación de la autoridad de todas las figuras imperialistas que intervienen, que es lo que son los miembros de la familia de Georges. Todos participan en determinar de forma unilateral el destino de las personas colonizadas, como si las vidas de estas les pertenecieran y pudieran modelarlas, así como en despojarlas parcial o totalmente de lo que tienen, incluidos su lugar material y simbólico en el mundo, su sentido de pertenencia, sus emociones, sus recuerdos y su imagen de sí mismas. El día en el que los padres de Georges decidieron poner fin al proceso de adopción de Majid y dejar de ofrecerle un hogar tras el asesinato de sus padres, encontraron munición en el arsenal de figuras coloniales francesas, ese derecho imperialista de convertir a los argelinos colonizados en un «problema» que exige una «solución». De este modo, en cuanto Majid deja de ser el hermanastro de un próspero profesional blanco, puede transformarse fácilmente en un sospechoso, un intruso, al que la policía puede detener junto a su hijo en medio de la noche basándose únicamente en las acusaciones infundadas de Georges.
Captura de Caché, Michael Haneke, 2005.
Fíjate en esta imagen tan reveladora de Georges, el famoso presentador de televisión blanco, en el asiento delantero del coche de policía, mientras Majid y su hijo van detrás, custodiados por un agente armado.
En mi interpretación de la película, como ya he mencionado, siempre he negado el poder de Georges para dejar a Majid fuera de esta familia y quedar exento de toda responsabilidad por sus acciones. Pero no se me ocurrió que la manera de completar esta interpretación adecuadamente sería referirme a Majid como el hermanastro de Georges. Cuando empecé a reflexionar sobre —y con— esta película, vi claramente que una de las primeras cosas que debíamos desaprender es su clasificación como thriller, que mantiene el colonialismo en segundo plano. El tráiler comercial, que incluías en tu carta, predispone a los espectadores potenciales a creer que la película es un thriller. Se les interpela y se les lleva a buscar respuesta a la pregunta «¿quién está detrás de los vídeos enviados a casa de Georges?». Aunque la película dificulta la respuesta, plantea esta pregunta a sus espectadores, que deben encontrarle solución. Esta pregunta por sí sola amenaza con afectar a nuestra percepción y reafirmar los prejuicios raciales existentes hasta hacer que los espectadores (e incluso casi todos, si no todos, los críticos a los que leí) prácticamente olviden el allanamiento en casa de Majid. Hay tanto alboroto sobre quién está detrás de esas cintas de vídeo anónimas que amenazan la armonía de la vida de una familia burguesa francesa que en muchas de ellas se invisibiliza el hecho de que la casa de Majid también está sometida a vigilancia (incluso cuando se suicida), aunque la vemos en pantalla. Tuve que ver la película varias veces para reconstruir proactivamente la privacidad de la casa de Majid y así, cuando como espectadora me mostraran un vídeo grabado en su casa sin su conocimiento o consentimiento, no caer en la trampa imperialista que nos hace verlo como un sospechoso y no como una víctima. ¿Te has dado cuenta de que las cámaras penetran en ambas casas? ¿Tú también has tenido la tentación de sospechar de Majid e ignorar que lo estaban atacando? ¿Has llegado a pensar en Georges como posible sospechoso también o lo has visto solo como una víctima de un acoso misterioso? Estas son las preguntas que debemos plantear para impedir que la película nos incite a sospechar de Majid, aunque —al final— reconocemos que no hay pruebas suficientes de su «culpa». En mi opinión, que el espectador desplace claramente su mirada «policial» y su atención del protagonista blanco a su hermanastro colonizado es otra prueba de que las tecnologías creadoras de imágenes se inventaron con el imperialismo, cuando estas taxonomías raciales se inventaron y naturalizaron, y no con el invento de dispositivos de grabación neutros para documentar lo que había y lo que hay ahí fuera.
Este es el tipo de interpretación para la que Potential history ofrece herramientas. Exige de los espectadores, los críticos, los académicos, los artistas y los comisarios —o de cualquier otra persona que participe en el proyecto de desaprender el imperialismo— un compromiso claro con la abolición de las formaciones y estructuras capitalistas, imperialistas y raciales. Al abordar la neutralidad de las historias y teorías de los medios de comunicación, así como los diferentes programas de producción y conservación de conocimiento en instituciones como universidades, museos, bibliotecas o archivos, este compromiso claro es fundamental. Estas instituciones, las disciplinas correspondientes, los dispositivos aparentemente neutros de registro y documentación y los procedimientos relacionados nos ofrecen toda una gama de compromisos de distintos tipos: con los conocimientos previos sobre el tema (independientemente de su sesgo orientalista, racista o imperialista), con la disciplina (independientemente de su repercusión en los proyectos coloniales), con las historias trazadas de objetos diferentes, con la precisión histórica, con la neutralidad, con los hechos, con las categorías como «trabajadores ilegales» o «infiltrados» creadas en fábricas imperiales, etc.
Creo que en relación con este trabajo de potenciación de la historia describiste mi primer artículo en el blog Still searching (Wintherthur Fotomuseum) como un «terremoto». Rechaza los términos con los que se nos había dado la fotografía y le niega su condición de caso aparte, ya que ofrece una visión sobre el mundo en lugar de ser de ese mundo. Si bien, en cierto modo, en el Civil contract of photography (2008) ya había desviado la atención del dispositivo tecnológico, la cámara, a la comunidad e insistía en contemplar la fotografía como una práctica en la que intervienen muchas otras personas además de la fotógrafa. Rechazaba la convención casi unánime de la época que concedía un lugar de privilegio a la fotógrafa porque posee o al menos controla los medios de producción. Mi cambio de perspectiva ponía en duda muchas de las hipótesis comunes sobre el origen de la fotografía, pero aun así (en aquel momento) respetaba la temporalidad imperialista que conecta la fotografía con la Europa de la década de 1830 e ignora la condición imperialista y la obtención imperialista de riqueza visual, que describí más tarde.
“Cuando entendamos que esos derechos son precursores de la invención de la fotografía como tecnología empezaremos a ver del mismo modo que la persona individual que sostiene la cámara”
Y, en relación con el tema del compromiso que he subrayado, quisiera abordar dos cuestiones que planteas en tu carta. La primera es la preocupación por que mi compromiso con el régimen colonial pueda apartarme de mi compromiso con la fotografía; la segunda tiene que ver con mi análisis previo (2008) del famoso discurso de Dominique François Arago, en el que señalé que la fotografía era inseparable de la formación de la clase política. En Potential history vuelvo a Arago y me pregunto cuáles eran los derechos que él y sus colegas ejercían ya en la década de 1830, los derechos que les permitían observar los mundos de los demás como si los hubieran hecho para ellos, accesibles a sus acciones y gestos violentos, y que luego transformaban en aptitudes, conocimientos y cualidades: curiosidad, erudición, conocimiento, taxonomía, tipología, estética, experiencia, recuerdos, obras de arte, crónicas, documentación, precisión o gusto por lo históricamente auténtico y lo estéticamente bello. Cuando entendamos que esos derechos son precursores de la invención de la fotografía como tecnología empezaremos a ver del mismo modo que la persona individual que sostiene la cámara, sus habilidades e intenciones son solo detalles menores en comparación con lo que la fotografía era y con la importancia de modificar los baremos, y la veremos en su contexto más amplio, después de usarla en campañas militares, expediciones fotográficas y todo tipo de misiones de estudio. Cuando el compromiso de Arago se observa a la luz de su lugar dentro —y la lógica— de esas instituciones, seguramente solo puede contemplarse como un compromiso con la acumulación de riqueza visual y adquisiciones imperialistas en general y también como una indiferencia constante ante el hecho de que esta acumulación implica la expropiación de otras personas. Por tanto, debemos procurar interrumpir nuestra participación semiautomática en la fotografía por el bien de la fotografía y practicarla solo de acuerdo con otro tipo de compromiso: un compromiso antiimperialista de reparar un mundo dañado por el imperialismo.
En este sentido, el compromiso con la fotografía debe incluir también modalidades no productivas, formas de suprimir y abstenerse de adquirir, mostrar y difundir más fotografías y una negativa a utilizar ciertos archivos por razones determinadas y para temas concretos. Hay que fomentar otras formas de compromiso: las basadas en la redistribución de lo que ya se ha acumulado, las interacciones retroactivas y la actuación en cuanto a la manera de conservar y exhibir (o no) las fotografías, que respondan a la negativa —explícita o implícita— de las personas fotografiadas a entregar sus imágenes, al no reconocimiento de los derechos imperialistas que las instituciones ejercen o a la producción de sustitutos cuando sea necesario. En términos más generales, el uso de fotografías debe guiarse por un esfuerzo constante por desaprender los derechos imperialistas, que todavía estamos tentados de ejercer, aunque sea inconscientemente. En mi exposición «Errata», que comisariamos en la Fundació Antoni Tàpies, mostré algunos de mis experimentos con estas prácticas y formas de actuar.
Imágenes de la exposición Errata, Ariella Aïsha Azoulay, Fundació Antoni Tàpies, 2019 – 2020.
No podemos aceptar, por ejemplo, que se borre la violación masiva de mujeres alemanas en 1945 de nuestros recuerdos de la Segunda Guerra Mundial ni tampoco que se olvide la masacre de decenas de miles de personas en al menos tres ciudades argelinas el mismo día en que los franceses anunciaron que la «guerra» en ese país había terminado. Debemos rechazar la justificación política que permitió agrupar a esas víctimas, por no hablar de violarlas y matarlas, e hizo que esas agrupaciones fueran aceptables. También debemos poner en duda la falta de fotografías de la violencia masiva perpetrada al descubierto, además de nuestras lamentaciones «poéticas» por los «silencios documentales». Tenemos tijeras, cinta adhesiva, lápices de colores, fotografías, testimonios… y debemos utilizarlos. Debemos utilizarlos para refutar los argumentos imperialistas relativos a dónde empiezan y dónde terminan nuestras historias y también acerca de dónde y cuándo podemos encontrar los recursos visuales para ilustrarlas.
Natural History of Rape, Ariella Aïsha Azoulay.
Introduje estos rectángulos negros en muchos libros sobre 1945 para indicar dónde irían las fotografías no tomadas de las violaciones, porque sin ellas el papel de la violencia de género en la imposición del régimen patriarcal, racial y democrático desaparece. Son indicadores, pero eso no significa que vaya a reemplazarlos por fotografías de los cuerpos desgarrados de las mujeres violadas si es que algún día algunos archivos deciden ofrecerlas. Como decías en tu carta, por unos argumentos parecidos Susan Meiselas renunció a agarrar la cámara para fotografiar a mujeres víctimas de la violencia doméstica. Sin embargo, esta no es una receta universal. Cuando hablamos de fotografía, hay que tomar una decisión nueva cada vez, en función de la situación y el suceso y también de cuándo, por qué, quién, cómo y a quién hay que fotografiar. A veces tenemos que inventar lo que falta, otras veces debemos contenernos o renunciar a mostrar lo que hay y otras veces tenemos que declararnos en huelga y negarnos a ser el vehículo a través del cual las imágenes hacen que algunos grupos aparezcan siempre como sospechosos, delincuentes o desdeñables.
Captura de la cuenta @tidalectics en Twitter
Estas decisiones no tienen que ver con la experiencia, la autoridad o la autoría, sino que deben tomarse en común, bajo la batuta de los miembros de las comunidades implicadas en esas imágenes y en respuesta a sus demandas. No puedo terminar esta carta de hoy sin citar a @tidalectics, una educadora y organizadora, cofundadora de Greater Boston Marxist Association, una de las muchas voces negras en las redes sociales que grita: «¡Dejad de compartir los videos del asesinato de George Floyd!» Incluso este gesto de no mostrar, debería ser recordado, que no es una receta a seguir en ningún momento en todos los casos de brutalidad policial.
Imágenes de Black Lives Matter y Movement for Black Lives
Si se entiende como parte de una lucha guiada por un compromiso inequívoco con Black Lives Matter, la reducción del presupuesto de la policía y las indemnizaciones, Darnella Frazier acertó al grabar el linchamiento y publicarlo; de lo contrario, tal como dijo, la policía se habría ido de rositas del asesinato de Floyd. La publicación de este vídeo en las redes sociales espoleó a cientos de miles de manifestantes de los Estados Unidos y del mundo entero a denunciar el asesinato. Su presencia en las calles y sus voces exigiendo responsabilidades se han convertido ahora en la referencia de unas pruebas que deberían dejar de publicarse.
Querida Ariella,
Desde que iniciamos esta correspondencia, los hechos se han precipitado. Empecé recordando tus aportaciones más significativas respecto a la fotografía y cómo ésta se sitúa en el mismo plano de la filosofía política. Pero tu último libro, que contenía una potente llamada a la acción, se ha visto correspondido –e incluso diría, desbordado– por las manifestaciones de todo tipo en respuesta a la muerte de George Floyd. El subtítulo de Potential History, Unlearning Imperialism, está en la calle más vivo que nunca. Tal vez hiciera falta una pandemia para darnos cuenta de que, efectivamente, el racismo se propaga como un virus. Lo ha dicho Achille Mbembe, quien a pesar de ser un reputado académico, también ha sufrido la censura que impide un debate abierto sobre la terrible herencia del colonialismo y cómo éste se mantiene con formas de gobierno aparentemente democráticas. Entre otras, la necropolítica, que mata indirectamente al determinar quién puede engrosar la lista de las vidas redundantes. A juzgar por lo visto, parece que los hechos se han dado prisa por hacer más explícitas que nunca estas tensiones.
Frente a situaciones como ésta, seguiremos preguntándonos qué papel le queda a la fotografía. Personalmente, creo que ha llegado el momento que acordamos rubricar con la frase que encabeza nuestros intercambios: “la fotografía en huelga”. Un paro que lejos de abandonar responsabilidades descubre nuevas capacidades de la fotografía. Algunas de insólitas y, aparentemente, muy alejadas de su cometido más inmediato. ¿Qué debe hacer la fotografía cuando está en huelga? ¿Cómo podemos interrumpir una participación inconsciente en un régimen tan naturalizado como el desplegado por la ya más que larga y considerable historia de la fotografía? La doble vertiente de tu empresa, es decir la fotografía como acontecimiento civil y la fotografía como instrumento de un colonialismo que nunca cesó de ejercer su poder, me parece que responden mejor que nunca a lo que estamos viendo en las noticias de estos días. Los ataques a los monumentos públicos que aún seguían glorificando la empresa colonial funden en un solo gesto lo que planteabas en The Civil Contract of Photography y lo que más recientemente has propuesto en Potential History. Unlearning Imperialism. La conclusión precipitada es que la fotografía, en la medida que forma parte del cuerpo político, no necesita cámaras para actuar. Las multitudes que derriban estatuas se han hecho con el control del acontecimiento. Ya no esperan a que ocurran las cosas, tal como lo entendía la fotografía clásica. Hacen que ocurran. La multitud demuestra que se ha apropiado de la capacidad para catalizar el acontecimiento. Por eso, no es de extrañar que hayas colgado en tu muro de Facebook, una tras otra, las noticias sobre monumentos abatidos en medio mundo. Esta vez, a diferencia de otras ocasiones, no hay crisis de performatividad. Está ocurriendo, lo estamos viendo.
Dejemos que esas esculturas que han caído al suelo sigan ahí. Evitemos la tentación de recoger los escombros
Tal como dijo hace pocos días Aditya Iyer, un periodista que relataba el ataque la efigie de Edward Colston en Bristol, no se trata de un borrado de la historia, sino de un intento por corregir la forma en la que se escribe. Recuerdo que hace poco más de un año, López Obrador el presidente de México, exigió al rey Felipe VI que España pidiera perdón por los abusos cometidos durante la colonización. Al margen de que aquella petición fuera recibida con un desdeño unánime por parte de la clase política española y los medios de comunicación hegemónicos, aquello pronto derivó en la petición de un relato compartido sobre el pasado; todo hay que decirlo, una petición más propia de intelectuales e historiadores que no de las comunidades agraviadas. Lo que está en juego es qué tipo de escritura merece este momento. Frente a aquellos que propugnan la destrucción de todo rastro o testimonio de la brutalidad imperial, creo que haríamos bien en imaginar una escritura que dejara ver el pasado a través de ella. Es decir, que una vez que esa historia colonial queda justamente acusada y señalada, marcada su culpabilidad con toda la contundencia necesaria, la escritura del presente no debería encubrir al completo lo que ha sido el objeto de la ira. Solo así entiendo que una reacción legítima puede evitar el riesgo de diluirse en la violencia. Al contrario, permitiría abonar una pedagogía crítica que mantenga bien visible el objeto atacado y cuestionado. Sería algo parecido a los ejercicios propios de la deconstrucción en los que una palabra tachada permite que leamos lo que hay bajo el signo de la negación. Dejemos que esas esculturas que han caído al suelo sigan ahí. Evitemos la tentación de recoger los escombros. Que aquella estatua que ha perdido la cabeza no la recupere.
A mi entender, la cuestión más precisa es qué versión de la historia de la fotografía permite llegar a estos debates en apariencia alejados del objeto mismo de la fotografía. A parte de invocar tu reiterado énfasis en la fotografía como acontecimiento que no necesita la cámara, en tanto que dispositivo mecánico y objeto fetiche, porque lo que nos interesa son los vínculos civiles que se establecen a su alrededor, quiero recordar una entrevista que Judith Butler concedió a Élisabeth Lebovici a raíz de las infames fotografías que en 2004 salieron de la prisión de Abu Ghraib (Libération, 20 de junio, 2004). Todo el mundo debería tenerlas presentes. Más allá del escándalo, la tortura y el abuso que sufrían los detenidos iraquíes, aquellas fotos contenían el germen de una transformación radical. Cuando Judith Butler afirmaba que “En Irak, la prise de photos de torture faisait partie de l’événement”, estaba mandando al garete la idea de que la fotografía pudiera seguir siendo un testimonio neutro, ajeno a los hechos, separado y distinto de lo que contemplaba.
Recorte del periódico Libération, 20 de junio, 2004
A partir de entonces la fotografía subsumía el acontecimiento, su captura y su circulación en un solo clic. Donde antes reinaba una división del trabajo que requería ensamblar los distintos momentos que lograban hacer público un hecho mediante una imagen, ahora bastaría con pulsar un botón. Eso explica la asimilación de la fotografía al acontecimiento. Un balance triste si se mira lo que hicieron aquellos miembros del ejército de los Estados Unidos. Pero como toda innovación, tiene su cara y su cruz. También podemos pensar que el uso que se hizo de la fotografía en las múltiples revoluciones que acontecieron entre el 2010 y el 2012 y que fueron agrupadas bajo la bandera de la primavera árabe seguía la misma lógica. A partir de aquel momento, el mero hecho de sacar un teléfono móvil en medio de una manifestación activaría automáticamente una forma de participación política. Cosa que podemos afirmar porque fotografiar ya no se reduce a la simple captura de un instante. Implica la distribución e inclusión de esa imagen en un espacio público donde circulan otras imágenes. Una política en toda regla catalizada por la fotografía. Lo que indica que nunca nos libramos de esos automatismos que denunciabas en tu última carta.
Sobre este punto, a menudo se dice que gracias a la fotografía digital esto o aquello es posible a nivel político. Pero nos equivocaríamos si dijéramos que se trataba de un logro técnico. El contraejemplo que siempre pongo es el anti-fotoperiodismo que Allan Sekula tomó como premisa para adentrarse con su cámara en las manifestaciones altermundialistas de Seattle. En 1999 el fotógrafo se sumó las manifestaciones contra la Organización Mundial del Comercio (WTO). El resultado sería Waiting for Tear Gas (1999-2000), una secuencia de 81 diapositivas en color de 35 mm. proyectadas durante 14 minutos y acompañadas de un breve texto.
Allan Sekula, Waiting for Tear Gas (1999-2000).
En esa cartela que siempre acompaña la proyección, Allan Sekula recuerda que la consigna que se dio a sí mismo exigía renunciar a la acreditación de periodista, al zoom y a la máscara de gas. Condiciones que le permitirían integrarse en la protesta como otro manifestante cualquiera, sin la pretensión de obtener la imagen del clímax y abandonado a esos momentos de espera que marcan la evolución normal de un acontecimiento. Las instantáneas resultantes constituyen un bello homenaje al género de la street photography, con imágenes variopintas de los manifestantes disfrazados, desnudos o arrodillados en actitud de rezo. Pero a la vez son el documento de una multitud que se descubre como sujeto político organizado.
Somos tan estúpidos que regalamos a la tecnología lo que es un logro humano
Sin embargo, afirmar esto último requiere olvidarnos de la fotografía como documento visual. En su lugar cabe considerarla un objeto transicional que abre las puertas a una nueva manera de entender el acontecimiento. Si hasta ese día el acontecimiento era objeto de una gestión mediática que preveía minuto a minuto lo que debía ocurrir en esas reuniones de representantes oficiales, en Seattle esos delegados ni siquiera pudieron salir de sus hoteles. La calle estaba tomada por un acontecimiento espontáneo fruto de una alianza civil mucho más amplia. Una prueba más de que la conexiones y la política que se deriva de ellas no son el fruto de la tecnología, sino que son inherentes a la multitud. Veinte años después, cuando muestro esta secuencia a los estudiantes de fotografía piensan que se trata de un trabajo hecho con cámara digital. Somos tan estúpidos que regalamos a la tecnología lo que es un logro humano. Ahí estoy de acuerdo contigo en que el automatismo implícito en la historia de la fotografía no nos hace ningún favor. Lo cierto es que, en Seattle, Allan Sekula disparó con una cámara analógica. Lo que él hizo fue poner a la fotografía de parte de ese nuevo cuerpo político que encarnaban los manifestantes en la calle. No había que hacer nada más. La fotografía lo tenía todo hecho.
De ahora en adelante cabe pensar la fotografía como un espacio público que será ocupado por las gramáticas y lenguajes de estas revoluciones
Si en mi primera carta yo subrayaba aquella apreciación tuya en la que constatabas que la fotografía entró desde el minuto cero de su existencia en el cuerpo político, cabe decir que ahora no queda duda. El progreso de la fotografía no puede estar sujeto a los parámetros formales que le ha impuesto la historia del arte. Si de verdad podemos librarnos de esa concepción que, entre otras cosas, ha permitido que la fotografía entre en los museos, tendremos que aceptar que su destino está ligado a la evolución del cuerpo político, con sus estertores y sus transformaciones. El movimiento Black Lives Matter, aparte de dar respuesta al racismo estructural, está corrigiendo la anatomía de ese cuerpo político que excluía de su composición la vida de los negros, del mismo modo que la fotografía nunca había previsto que derribar efigies fuera de su incumbencia. De ahora en adelante cabe pensar la fotografía como un espacio público que será ocupado por las gramáticas y lenguajes de estas revoluciones. Será indiferente que lo hagamos mediante una fotografía analógica o digital. Su verdadera composición está en el mismo lugar de la ciudadanía.
Me detengo aquí. Soy consciente de que esto merece mucha más elaboración por lo que habrá que estar atentos a las estatuas que, con toda probabilidad, caigan durante los próximos días.
Querido Carles:
Desde luego, tal como decías en tu carta, los hechos se han «precipitado» desde que empezamos a escribirnos hace seis semanas. Las calles están llenas de manifestantes liderados por el Movement for Black Lives y sus demandas de reducción del presupuesto de la policía, abolición del complejo prisión-industria y ¡abolición! se están extendiendo como un incendio incontrolado, animando a la gente a actuar de diferentes maneras y en varios sentidos en su entorno inmediato, en su lugar de trabajo y en sus organizaciones. A mi parecer, toda esta situación no debería considerarse solo fruto de las acciones, sino también de la inacción —en otras palabras, de las potencialidades que se abrieron cuando, debido a la pandemia, mucha gente quedó liberada de su posición habitual de productividad. Creo que, en las últimas semanas, hemos experimentado algo muy parecido a una huelga general, quizás lo más cerca que nosotros o cualquiera de nuestra generación ha estado de una. Y es en este momento radical cuando me gustaría compartir algunas reflexiones acerca de la fotografía «en la línea de piquete».
Percibo cómo en tus dos cartas has puesto nuestro debate sobre los acontecimientos actuales en el contexto de las premisas de la ontología política de la fotografía que articulo en mi trabajo. En efecto, creo que la fotografía no trata de la clase política ni puede reducirse a sus fotografías. Más bien la concibo como una actuación de la clase política que cuestiona sus representaciones imperiales, tal como las han construido quienes tienen los medios para crear dichas representaciones, pero que no siempre lo hace en el momento en que se produjeron la foto o las fotos en cuestión. En este sentido, apunto cómo el manejo de la cámara, como la producción de una fotografía, es opcional (más que indispensable) en el caso de la fotografía. Así pues, cuando preguntas «¿qué debe hacer la fotografía cuando está en huelga?», mi respuesta sería reformular, de algún modo, la pregunta o darle la vuelta. Como no podemos asumir que la fotografía está en huelga independientemente de la clase política, lo que deberíamos preguntar es si la clase política está en huelga y, de ser así, cómo se manifiesta al hacerlo. Como ya he insinuado, lo que la clase política manifiesta ahora es una huelga general.
El imaginario abolicionista no puede empezar ni terminar con la gente en las calles. En lugar de decir que las movilizaciones públicas son la última expresión de la clase política, debemos recordar que la clase política está siempre ahí (aunque a muchos de sus miembros no se los reconozca como tales) y que siempre se manifiesta de varias maneras, muchas de ellas diferentes de la protesta pública. Cuando sus miembros no toman las calles juntos, la clase política se expresa mediante sus modelos controlados de relaciones de poder. De acuerdo con las formas y formaciones reguladas institucionalmente de la sociedad contemporánea, los miembros de la clase política se reafirman en las posiciones que se les ha inculcado —u obligado— a ocupar, separados y clasificados con las líneas divisorias de la raza, el género o la clase, o mediante lo que en otro sitio he denominado la resolución del sospechoso o en la figura del hombre no marcado, el último portador de derechos bajo el régimen supremacista blanco. Incluso en tiempos «normales», las calles siempre están llenas de gente, pero su presencia se ordena en corrientes y distribuciones previstas, familiares. La variedad de posiciones asignadas, limitada por una normativa clara de movilidad e inmovilidad, garantiza que el movimiento incesante de extracción —que simultáneamente ofrece acumulación y desposesión, producción y consumo— no permitirá que esta clase política distinta se descontrole. Es este movimiento incesante del capital racializado lo que la pandemia, hasta cierto punto, ha frenado. Para que quede claro, quiero subrayar que no se ha detenido el racismo, sino gran parte de la producción y el consumo con los que está interrelacionado.
Así pues, la pandemia se ha traducido en un abandono del trabajo. Aun así, en sí misma, la pandemia no es una huelga. Estar en huelga es la imposición de la condición en la que los significados de una interrupción del trabajo que se habían descartado vuelven a ser imaginables. Las políticas de confinamiento, cuarentena y distancia física, combinadas con las condiciones laborales ciertamente precarias de los llamados «trabajadores esenciales» (a los que se ha pedido que ignoren o incumplan todas las normas que los demás han tenido que cumplir para protegerse del virus), han creado unas condiciones parecidas a las de una huelga. Tanto los que han tenido que continuar trabajando como los que se han visto obligados a dejar de trabajar forman parte de una posible huelga general.
Captura de las huelgas de trabajadores esenciales
Este abandono masivo de los puestos de trabajo es, en sí mismo, una manifestación sorprendente, inusual y radical de la clase política que no debe ignorarse, sino más bien conectarse con la presencia de las masas en las calles. Vistas en combinación con el abandono del trabajo, estas movilizaciones callejeras ya no son un mero episodio más de protestas públicas, sino algo de mayor magnitud.
Como muchos han señalado, con el asesinato de George Floyd y el número desproporcionado de afroamericanos muertos en la pandemia, el racismo se ha revelado como la definición de la pandemia. Y, no menos importante, la huelga general se ha revelado como la definición de la improductividad de las masas en las calles, fuera de sus posiciones operativas habituales en la clase política. Es esta combinación la que ha facilitado que la gramática abolicionista de Black Lives Matter se convierta en una parte natural del lenguaje de millones de personas. Este cambio ha sido tan repentino que las instituciones blancas se han visto obligadas a emitir comunicados que los depuren de su lenguaje supremacista blanco del universalismo. No nos equivoquemos, a menudo estos comunicados son poco sinceros, tardíos e insuficientes. Sin embargo, pueden ser unos grandes puntos de partida. En cuanto dichos comunicados se hacen públicos, a quienes trabajan en estas instituciones se les otorga colectivamente la facultad de atacar, de llevar estas palabras más allá de la pantalla y utilizarlas para transformar la institución en cuestión. Si, cuando el movimiento empezó en 2013, la gramática abolicionista y reparadora de Black Lives Matter topó con intentos de universalizarlo imperialmente («todas las vidas importan»), hoy muchos de los seguidores del movimiento entienden que esta gramática es la línea de piquete que no debe cruzarse. Dicho de otro modo, el gran número de personas que han abandonado simultáneamente sus posiciones habituales como operadoras de las tecnologías imperiales para protestar en las calles aplican esta gramática abolicionista y reparadora como la gramática «correcta». De no ser así, ¿los miembros del Consistorio de Minneapolis habrían hecho algo más que pedir acusaciones individuales y responsabilidad policial para defender la reducción del presupuesto del departamento de policía de la ciudad? ¿Habría existido la Zona Autónoma de Capitol Hill como un barrio sin policía en el que los manifestantes podían redactar sus contundentes reclamaciones de acabar con los canales supremacistas blancos que van de la escuela a la prisión?
La gramática de BLM consiste en rechazar la gramática política universal que durante siglos ha normalizado los asesinatos de personas negras y ha demorado la siempre acuciante abolición de los regímenes racializantes imperialistas. Las demandas, los planes y los imaginarios abolicionistas no son nuevos ni únicos: sin embargo, ahora tienen la condición de huelga general que les permite presentarse como parte de la única gramática «correcta». Es una gramática que permite que el lenguaje vuelva a ser referencial, que tenga sentido en un mundo que todos los miembros de la clase política comparten. Con la gramática de BLM, las reivindicaciones de la verdad vuelven a ser posibles: por ejemplo, que George Floyd es una de las numerosas personas negras asesinadas por agentes policiales y que debe abolirse la organización que ha generado y alimentado esta matanza masiva que hace años que dura. Además, con la gramática de BLM, la temporalidad de las reivindicaciones de la verdad se transforma: los hechos descritos —en la gramática universal— como asesinatos esporádicos, aislados, se registran en la gramática de BLM como más episodios de una masacre. El asesinato de George Floyd a manos de la policía no es un hecho aislado, sino un ejemplo de las formas de violencia que se reproducen a lo largo del tiempo y el espacio, que se materializan en instituciones como la policía y el ejército, cuya lógica compartida se basa en la existencia de sospechosos negros cuyas vidas pueden segarse en el acto. Los ataques inmediatos y contundentes contra monumentos públicos son un síntoma de este cambio gramatical. El derribo de estatuas de esclavistas y colonizadores acaba bruscamente con las conversaciones fatigosas e innecesarias sobre qué hay que hacer con este tipo de monumentos, conversaciones predeterminadas por la gramática que estos mismos monumentos imponen. Cuando se derrumben, mostrar una pequeña parte de ellos con fines, digamos, educativos exigiría la ardua tarea de justificar la exhibición de tal agravio físico en un espacio público. Una decisión así requeriría también una exposición que revoque la facultad del monumento de insultar a sus espectadores. Lo que estos monumentos derribados sí hacen, sin embargo, es destacar una pregunta urgente que la gramática de BLM plantea: ¿cuáles son los monumentos menos visibles de la supremacía blanca que estas esculturas conmemoran? Es una cuestión que volveré a tratar al final de esta carta.
Hay otra cuestión urgente que hay que plantear. Las reivindicaciones de la verdad y la temporalidad antiimperialista que han vuelto a ser posibles gracias a la gramática de BLM y la huelga general de hoy en día no están en todas partes. Son especialmente difíciles de pronunciar y oír en países cuyo régimen democrático es de tipo apartheid. Quisiera hablar de uno de esos sitios, Palestina, que el Estado de Israel machaca a diario. (Y sí, insisto en hablar de Israel como un régimen democrático, puesto que nuestras democracias actuales no son algo de lo que presumir y, de algún modo, todas ellas se basan en una clase política distinta. Pero este es un tema para otra conversación.) Unos días después de la ejecución de George Floyd a manos de la policía, cuando las grandes movilizaciones empezaron a extenderse por el mundo, un policía israelí asesinó a Eyad al-Halak, un palestino de 32 años de Wadi al-Joz, Jerusalén. Para el régimen israelí, el asesinato de al-Halak era una prueba de fuego: ¿provocaría una respuesta de magnitud similar a la que tuvo el asesinato de George Floyd? Pues no, no lo hizo.
Así que Israel obtuvo una confirmación más, tanto nacional como internacional, de que podía seguir maltratando y eliminando vidas palestinas como ha venido haciendo desde 1948, cuando se instauró su régimen hecho desastre.
Llevar sus nombres, George de Castro Day
Captura de la cuenta de Instagram Adalah Justice Project, Justicia para Ahmed
Las pequeñas protestas que tuvieron lugar no se consideraron fruto del contexto de 72 años de lucha constante, sino que se ignoraron como una señal de que solo unos cuantos cascarrabias se molestaban en decir su nombre. ¿Conclusión? Se podía segar la vida de otro palestino.
Y así fue, pocas semanas después, Ahmed Mustafa Erekat fue asesinado en un punto de control cerca de Jerusalén. Como ya le había pasado a al-Halak, lo obligaban a pararse en el punto de control cada vez que iba de un sitio a otro. Pero ese día en concreto no se paró «correctamente», de acuerdo con la gramática del apartheid inherente al sistema israelí de puntos de control. Le dispararon varias veces y lo dejaron morir, desangrándose en la carretera durante más de una hora. La hasbara (propaganda) israelí niega al mundo la posibilidad de oír los nombres de los palestinos que sus soldados y policías ejecutan.
En 2015, tras el homicidio de Michael Brown a manos de la policía y el asesinato de 2.252 palestinos en Gaza por parte de soldados israelíes el año anterior, Noura Erakat, profesora adjunta en la Universidad Rutgers y abogada especializada en derechos humanos, unió fuerzas con la periodista Dena Takruri en un intento de decir sus nombres por solidaridad en el vídeo de Ferguson a Gaza y viceversa.
Imagen de captura del vídeo: «From Ferguson to Gaza»
Los palestinos y los afroamericanos compartían una misma gramática abolicionista y podían hablarse en el mismo idioma. Tal como dijo Noura Erakat en su momento, «la cuestión es no comparar la opresión […] Pero aquí lo importante es que la solidaridad es una decisión política sobre cómo resistir y cómo sobrevivir en nuestras luchas respectivas por la libertad». Esta semana, en Democracy Now!, Noura Erakat decía tan alto como podía el nombre de su primo, Ahmed Mustafa Erekat, cuya vida le arrebató el régimen israelí en aras de proteger el régimen israelí (entre el mar y el río), en oposición a la clase política de aquellos a los que gobierna —la mitad de ellos, palestinos. Pero, aunque el nombre de Erekat se oiga, difícilmente se relaciona con las demandas de abolir el régimen que le arrebató la vida en una de sus operaciones rutinarias.
Captura de «Black Lives Matter» en Twitter
Aun así, no sorprende que estas demandas sí las oigan los líderes negros radicales que, desde el principio, incluyeron Palestina en el programa de Black Lives Matter. Para entender por qué la gramática de BLM es imposible en Israel, es fundamental recordar que, bajo el régimen israelí, a los palestinos se les asesina no solo como individuos palestinos—como al-Halak y Erekat—, sino también en masa, en infinitos bombardeos y campañas militares, porque proporcionan el «enemigo» que justifica la existencia misma del ejército israelí.
Captura de «Jewish Voice for Peace» en Twitter, Defund IDF
Ten en cuenta, también, los elevados presupuestos de la policía y el ejército, gran parte de los cuales se destina a propaganda internacional, a intimidar y silenciar actores e instituciones culturales con acusaciones de «antisemitismo» y a intervenir en varios países con el fin de impulsar la introducción de leyes que ilegalizarían decir nombres de palestinos con la gramática de BLM, es decir, afirmar públicamente que el régimen de apartheid de Israel se basa en el principio de que las vidas palestinas no importan. Una propaganda que incluye también el uso de la educación financiada por el Estado que, a lo largo de 12 años, convierte a los niños en soldados para los que las vidas palestinas no importarán. Una propaganda que de igual modo incluye las becas hasbara concedidas a estudiantes de todo el mundo para promover la causa israelí en campus universitarios internacionales y así intentar controlar el discurso de estos sobre Israel/Palestina y abortar cualquier iniciativa de difundir las reivindicaciones de la verdad sobre Palestina. El ataque reciente que mencionabas contra Achille Mbembe en Alemania es uno de los últimos ejemplos de estos ataques orquestados por Israel contra cualquiera que se atreva a decir que las vidas palestinas importan.
Así que ir a la huelga exige que aquellos que adoptan la gramática de BLM encuentren también maneras de amplificar las reivindicaciones de la verdad sobre Palestina. De manera escandalosa, grotesca o trágica, el AIPAC (el Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel) ha emitido un comunicado de solidaridad con BLM, como si no fuera uno de los pilares principales de apoyo al Estado que es un monumento a la supremacía judía blanca y bloquea la vía hacia una gramática de BLM para establecer la línea de piquete que no debe cruzarse. Para lograr la abolición, la gente continuará improvisando otras formas de ir a la huelga como parte de la huelga general abolicionista y continuará encontrando maneras de presionar a las instituciones para que no hagan una excepción con Palestina y digan que todas las vidas negras importan.
Decolonize This Place
Si BLM proporciona la gramática, mantener viva la huelga general exigirá un uso contundente de esta gramática en todas las profesiones y actividades que las personas llevan a cabo, especialmente cuando las actividades productivas se reanuden.
Las obras de arte son la representación suprema de este pillaje que ha durado siglos
Con millones de personas en las calles que desoyen la orden categórica de producir y consumir, quienes suelen producir fotos o ideas —que existen también como productos— tienen el poder de evitar o rehusar el lanzamiento de algunos bienes. Y deben hacerlo, siempre que ello signifique cruzar la línea de piquete de la gramática de All Black Lives Matter. Existen muchas maneras diferentes de que las personas se sumen a la huelga y desenmascaren la complicidad entre las instituciones blancas responsables de la producción de conocimiento y cultura y el régimen policial que se ha moldeado para proteger la propiedad privada. Al fin y al cabo, estas instituciones se levantan sobre los cimientos de siglos de acumulación primitiva de tierras de negros e indígenas, riqueza externa y mano de obra robada.
Las obras de arte son la representación suprema de este pillaje que ha durado siglos. Para cerrar nuestra conversación, demos rienda suelta a nuestra imaginación y recordemos algunos casos históricos recientes del trazo de esta línea de piquete, todos ellos relacionados con los museos de arte. En primer lugar, está la carta escrita por cien empleados del museo Whitney, que descubrieron la conexión entre Warren Kanders, propietario de Safariland, empresa cuyo gas lacrimógeno es fundamental para la represión violenta de personas en todo el mundo, y su museo, de cuya junta Kanders formaba parte (hasta hoy, sigue financiando y asesorando sobre iniciativas artísticas y medioambientales en la Universidad Brown —donde enseño—, algo contra lo que los estudiantes siguen protestando). Luego están las protestas y sentadas lideradas por Decolonize This Place, que duraron meses y no cesaron hasta que el Whitney respetó la línea de piquete. Y el trabajo que Forensic Architecture, en colaboración con Praxis Films, ha llevado a cabo con la fotografía en Triple Chaser. Se dijo a las fotografías de botes de gas lacrimógeno de Safariland que fueran a la huelga y rechazaran la premisa de que representan un momento decisivo y no son un mero registro de unos pocos fragmentos de verdades discretas limitadas a lo que se captura en sus encuadres: aquí, les dijeron que hablaran con las fotos de otros, que hicieran hincapié en el sentido de las reivindicaciones antiimperialistas de la verdad.
Arquitectura Forense
Triple Chaser tomó parte en el derribo de Kanders y también participa en la campaña todavía inconclusa para derrocar otra institución blanca: la condición sagrada de los «documentos secretos», elaborados y archivados como parte de la violencia y todavía considerados una fuente importante para los investigadores que pretenden exponer la violencia imperialista. Gracias a los cientos de fotografías que activistas de los Estados Unidos, Turquía, el Perú, Irak, Israel-Palestina, el Yemen, Baréin, Túnez, Venezuela, Egipto y el Canadá compartieron, el proyecto reúne un coro de voces que canta bien fuerte una reivindicación de la verdad sobre el papel de los museos en la reproducción de la antinegritud y la antipalestinidad.
Ariella Aïsha Azoulay
C O R R E S P O N D E N C I A S : FACE TO FACE
Como clausura a la correspondencia mantenida estos meses entre Carles Guerra y Ariella Aïsha Azoulay, os invitamos a visualizar la siguiente conversación en la que los autores plantean nuevas cuestiones sobre la temática “La fotografía en huelga”.
Correspondencias es un proyecto on-line que quiere reflexionar sobre la relevancia que ha tomado la fotografía en la cultura visual contemporánea. El programa se extenderá a lo largo del año al hilo de tres conversaciones que se irán publicando semanalmente. Leer más
Con la colaboración principal de
Abigail Solomon-Godeau, Æsa Sigurjónsdóttir, Urs Stahel, Hester Keijser, Joan Fontcuberta, Geoffrey Batchen. Leer más
Nathan Jurgenson, Fred Ritchin, Marta Gili, George Didi-Huberman. Leer más
Valentín Roma, Mercedes Cebrián, David Campany, Anastasia Samoylova. Leer más
Remedios Zafra, María Ruido, Borja Casani, Andrea Valdés. Leer más
Carles Guerra, Ariella Aïsha Azoulay. Leer más
Rosa Olivares, Sema D’Acosta. Leer más
Rosa Olivares, Sema D’Acosta, Carles Guerra, Ariella Aïsha Azoulay, Borja Casani, Andrea Valdés, Remedios Zafra, María Ruido, Valentín Roma, Mercedes Cebrián, David Campany, Anastasia Samoylova, Nathan Jurgenson, Fred Ritchin, Marta Gili, George Didi-Huberman, Abigail Solomon-Godeau, Æsa Sigurjónsdóttir, Urs Stahel, Hester Keijser, Joan Fontcuberta, Geoffrey Batchen. Leer más