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Leer las

imágenes

  • Valentín Roma
    Mercedes Cebrián
    MAYO | JUNIO | JULIO 2018
  • David Campany
    Anastasia Samoylova
    OCTUBRE | NOVIEMBRE | DICIEMBRE 2018

DIÁLOGO entre
Valentín Roma
Mercedes Cebrián


MAYO | JUNIO | JULIO 2018
  • Valentín Roma cuadrado ampli
    Valentín Roma
    a Mercedes Cebrián
    Querida Mercedes, Me parece del todo pertinente –o extrañamente temerario– que entablemos una correspondencia bajo el lema propuesto por Foto Colectania: «Leer las im...leer más
    16 mayo, 2018

    Querida Mercedes,

    Me parece del todo pertinente –o extrañamente temerario– que entablemos una correspondencia bajo el lema propuesto por Foto Colectania: «Leer las imágenes». Digo pertinente en el sentido que ambos dedicamos una parte significativa de nuestros trabajos a la escritura, y por eso mismo está en la base de nuestra producción intelectual e ideológica el binomio leer/escribir. Pero al mismo tiempo la llamo temeraria precisamente porque dentro de esta brecha entre lectura y escritura se cuelan o se abisman –depende de cómo nos ubiquemos– múltiples antagonismos que no son tales, por ejemplo, la oposición entre autor y lector, entre imagen y discurso.

     “no deja de sorprenderme que en la era benjamiana por excelencia […]  florezcan lectores de la imagen autorizados contra analfabetos ópticos”

    Hay dos interrogantes que a mí me parecen sustanciales a la hora de leer las imágenes. Uno es quién lee, otro es qué decir. Respecto al primero considero que sigue resultando válido el viejo argumento de Pierre Bourdieu, cuando dice que «historizar nuestra relación con la lectura es una manera de liberarnos de lo que la historia puede imponernos como presupuesto inconsciente». O planteado de otra forma, universalizar unas formas particulares de leer –y cualquier lector, cualquier imagen o cualquier texto se inscriben, por supuesto, en un tiempo histórico– trae consigo una suerte de limbo interpretativo que es la antesala para algo que quisiera abordar unas líneas más abajo, y que tiene a ver con la autoridad de la lectura. Por eso me da la impresión –permíteme el chiste fácil– que una zona actual del leer las imágenes quedó aprisionada en «el largo verano estructuralista», es decir, hay un posicionamiento contemporáneo, a mi juicio un tanto mesiánico y un poco sentimental o pequeño-burgués –perdón por esta última palabra hoy vintage–, que consiste en ponerse ante las imágenes para rescatar de ellas un hipotético mensaje inefable y oculto, un secreto arcano que solo puede captarse desde sensibilidades exquisitas, mediante una jerga igualmente inteligible nada más que por iniciados. Y no deja de sorprenderme que en la era benjamiana por excelencia, donde la reproductibilidad de las imágenes ya no es una forma de producción y distribución de lo visual, sino su misma condición de uso, florezcan lectores autorizados contra analfabetos ópticos, una corte de elegidos –como en la fábula de Matrix– frente a unas turbas de soldados rasos de la imagen.

     

    The Matrix, 1999

    The Matrix, 1999

     

    Creo que a eso se refería –mucho más poéticamente, claro– Georges Didi-Huberman cuando decía que los negativos de Auschwitz son, en realidad, «imágenes pese a todo»[1], o sea, que si les restamos de nuestra lectura las condiciones en que fueron realizados, lo que permanece como residuo es una amalgama de figuras genéricas o ahistóricas, moldeables desde cualquier perspectiva moral y por eso mismo manipulables hacia un sentido político o hacia su opuesto.

    Imágenes pese a todo, Georges Didi Huberman

    Imágenes pese a todo, Georges Didi Huberman

    De ahí que me parezca absolutamente necesario emanciparse, de una vez por todas, de ese lugar común según el cual vivimos en una inflación totalitaria de imágenes, pues aceptando que esto sea así, que tenemos prótesis tecnológicas de alto rendimiento que nos permiten, con enorme facilidad y a bajo coste, producir y distribuir imágenes de manera compulsiva, no es menos cierto que a través de ese nuevo terror frente a la imagen, por esa hipocondría visual, están colándose antiguos elitismos, regímenes de regulación óptica, imágenes de rancio abolengo frente a otras de baja estofa.

     

    “nos sobran sacerdotes de la imagen, me exasperan tantos parapsicólogos empeñados o ufanos en descifrar lo que no se ve y debería verse y debería decirse sobre la imagen”

     

    Por eso decía antes lo del estructuralismo marchito, porque como planteaba Bourdieu en una conversación con Roger Chartier que te adjunto y que no tiene desperdicio[2], de aquellos polvos estructurales en cuanto a la lectura definitiva y fundacional sobre la imagen estos lodos reaccionarios respecto a los valores perdidos con el superávit de la visualidad contemporánea. Y en este mismo sentido –nuevamente te pido disculpas por la vehemencia–, quisiera aclarar que nos sobran sacerdotes de la imagen, que me exasperan tantos parapsicólogos empeñados o ufanos en descifrar lo que no se ve y debería verse y decirse sobre la imagen, que cuando leemos imágenes en absoluto entramos dentro de un quirófano hermenéutico previamente esterilizado para la interpretación perfecta, o en un confesionario donde hallaremos la redención de nuestros pecados interpretativos. Por el contrario, aquellas condiciones sociales, culturales, políticas e históricas en las que hemos sido producidos como lectores son las que leen imágenes con nosotros, y quizá la única manera de liberarnos de todos estos condicionamientos es tomar conciencia de ello, reflexionar críticamente sobre cuáles son sus imperativos para ponerlos en proporción y disputa, no tanto dejarse caer por la pendiente del misticismo más vacuo, quedándonos encantados con nosotros mismos por nuestra capacidad para capturar aquello que los demás –el lumpen proletariado de las imágenes– ni perciben ni está al alcance de sus toscas facultades.

    Dicho esto –también sosegándome–, no olvido la segunda cuestión que te había planteado sobre qué decir, pues a mi juicio resulta bastante más peliaguda.

     

    © Foto de Sebastião Salgado. Un asentamiento de campesinos sin tierra en Rio Bonito Do Iguaçu. Estado de Paraná, Brasil. 1996.

    © Foto de Sebastião Salgado. Un asentamiento de campesinos sin tierra en Rio Bonito Do Iguaçu. Estado de Paraná, Brasil. 1996.

    Estamos hablando sobre leer imágenes, lo que nos lleva a dos campos espinosos, el de interpretar y el de entender. Aquí me distancio de ciertas metodologías recientes de la lectura visual, que o bien entienden que hay un cierto equilibrio a proteger entre lo comprensible y lo incomprensible de una imagen, o bien abogan por que todo en la imagen es discursivo, todo es decible. Voy a explicarlo de otra manera y mediante casos concretos.

    Ante el dolor de los demás, Susan Sontag

    Ante el dolor de los demás, Susan Sontag

    Si analizamos la polémica entre Susan Sontag y Sebastião Salgado sobre cuál es la legitimidad de las imágenes para ser honestas o deshonestas con el dolor fotografiado, veremos que se trata de un asunto específicamente moral, una diatriba donde se revisitan, desde otras coyunturas, el bien y el mal obrar católico, las figuras del demiurgo pedagógico y el pastor de almas. Por supuesto simpatizo mucho más con Sontag, pero al mismo tiempo creo que ambos son hijos putativos de la redención interpretativa, de esa metáfora del autor como autoridad que alecciona con el martillo pilón de una esencia verdadera que merece retenerse, pensarse e imitarse.

     

     En el polo opuesto, en el de cierta descategorización postmoderna, se celebra que por fin nos hallemos dentro del «gran guateque de las categorías», ese lugar idílico donde todo argumento es uno y su revés, sin que por ello nos veamos comprometidos o señalados.

     

    Das Kapital, Karl Marx

    Das Kapital, Karl Marx

    Desde esta perspectiva, la insigne post-verdad, antes que parecerme una corrección a la Verdad hegemónica y mayúscula, me resulta justo lo opuesto, es decir, una facción de lo verdadero para todos los públicos. Aquí no puedo dejar de tunear a Marx cuando hablaba del capital «como su propio enemigo», pues en cierta forma la post-verdad se me presenta como sinécdoque simpática y digerible de esa otra Verdad que siempre se halla apretando desde lo alto.

    Con todo lo anterior planteo –no sé cómo lo ves, Mercedes– que en la diatriba sobre qué ética debemos desarrollar respecto a la producción e interpretación de las imágenes, pero también desde el ecumenismo según el cual, en el fondo, cualquier cosa puede decirse de ellas –y esto sería una nueva condición para la imagen contemporánea, su ubicuidad discursiva–, considero que pueden estar dibujándose otras formas de leer imágenes que no pasen por el intelectualismo compungido ni por el furor argumental, que no transiten por el mito del desciframiento ni por esa otra superchería en la que somos alentados a poner en el aire todos los juicios.

     

    “¿a qué debe atender un autor –a qué debe atender una imagen– a la brillantez o a la exactitud?”

    La mediación, hoy una de las grandes keywords estético-sociales, así como su primo segundo, el empoderamiento, nos están situando en una mecánica que, llevada al territorio de las imágenes, ubica éstas dentro de unos marcos fuertemente desconectados, convirtiéndolas en lugares donde «medimos» nuestro vocabulario crítico, donde ostentamos o adquirimos el «poderío» de ser escuchados.

    Voy a ir terminando, pero antes quisiera recordarte un libro que leí hace unos años y que, aunque suene cursi, me cambió drásticamente la perspectiva de lo que significa leer. No es un libro sobre imágenes sino acerca de literatura, pero creo que todo lo que en él se sostiene puede servirnos, al menos en esta primera toma de posiciones. Me refiero a La cena de los notables (2008) de Constantino Bértolo, alguien a quien suelo aproximarme, desde la distancia, cuando tengo «problemas de comprensión», vamos, lo que antes se llamaba un maestro. Bien, pues entre las páginas de su ensayo, Bértolo pone un ejemplo, a propósito de Madame Bovary de Flaubert, para ilustrar algo que a mí personalmente es lo que más me interesa de la lectura de las imágenes: ¿a qué debe atender un autor –a qué debe atender una imagen– a la brillantez o a la exactitud? Ante las incógnitas que surgen en toda fotografía, ¿debe el fotógrafo y el intérprete, el autor y el hermeneuta, optar por ser espléndido o por ser inteligente?

     

    La cena de los notables, Constantino Bértolo

    La cena de los notables, Constantino Bértolo

    Hay un «pacto de responsabilidades» –de nuevo cojo el término de Constantino Bértolo–, entre imagen, autor y lector. Un acuerdo que lejos de tranquilizar activa todas las herramientas que ahí se están distribuyendo sobre la mesa: el lenguaje como patrimonio colectivo, las condiciones políticas e históricas de lectura, el estatuto documental que durante ese momento se maneja, etc. Eso es lo que yo entiendo por leer imágenes: evaluar, medir, auscultar, propagar o disentir de todas las anteriores coyunturas. Por eso, contra cierto narcisismo en apariencia soldado al leer, considero que la lectura promueve una concurrencia hacia el exterior, un encuentro no con lo que las imágenes son, sino con lo que éstas representan y documentan. Así, leer imágenes sería, como anuncia La cena de los notables, «aprender a conocer las claves de esas representaciones de lo otro».

    Déjame acabar, amiga, con una suerte de convicción pomposa que ojalá no te suene demasiado mal. Pienso que no son las imágenes las que te enseñan a leer la realidad sino al revés, es la realidad la que te enseña a leer las imágenes sin perder o suspender el juicio, por usar el tropo kantiano. O dicho de manera más fácil, leer imágenes es, según creo, pelearse con todo aquello que opta por jugar al despiste en vez de por la complejidad. Ojalá determinemos, en cartas sucesivas, porqué, dónde y cómo nos despistamos.

     

     

     

    Valentín

    [1] Georges Didi-Huberman: Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto, ed. Paidós, Barcelona 2004

    [2] http://www.redalyc.org/pdf/996/99617936017.pdf

  • Mercedes Cebrián. Foto © Sheila Melhem
    Mercedes Cebrián
    a Valentín Roma
    Querido Valentín: Tu carta, ante todo, me ha abierto enormemente el apetito de escribir sobre fotografía, con lo cual creo que ha cumplido con creces su misión, que era se...leer más
    31 mayo, 2018

    Querido Valentín:

    Tu carta, ante todo, me ha abierto enormemente el apetito de escribir sobre fotografía, con lo cual creo que ha cumplido con creces su misión, que era servir como revulsivo para que cumpliésemos nosotros la nuestra: plantear interrogantes y proporcionar pistas acerca de cómo y desde dónde leer imágenes hoy.

    Pero permíteme que, como enviciada con la palabra escrita –por no usar ese término tan dramático que es “letraherida”–, dé un paso más allá y saque ya en estas primeras líneas el tema de la escritura acerca de las imágenes. No tanto la que versa sobre el arte o la técnica de la fotografía, sino más bien la que reacciona subjetivamente ante una imagen fotográfica, ante los gestos de las personas retratadas y el entorno que los rodea, esa que también reflexiona acerca del intervalo de tiempo transcurrido entre la toma de esa fotografía y la escritura del texto en cuestión.

    Annie Ernaux y Marc Marie, L'usage de la photo

    Annie Ernaux y Marc Marie, L’usage de la photo. Gallimard, 2005

    Roland Barthes, La cámara lúcida

    Roland Barthes, La cámara lúcida, 2009

    Creo que coincidirás conmigo en que toda fotografía pretendidamente realista funciona como detonante idóneo para comenzar cualquier tipo de escrito, ficcional o no. Tanto es así que al propio Barthes “se le va la mano” en La cámara lúcida escribiendo sobre fotografías que le marcaron, en especial sobre una en la que aparece su madre cuando era una niña a finales del siglo XIX.

    Más aún: la reacción escrita ante una fotografía –que no es sino su lectura plasmada en letra impresa– a menudo es una excusa excelente para una escritura confesional. Te traigo aquí un ejemplo que me resultó inspirador en su día: L’usage de la photo de Annie Ernaux y Marc Marie, un diálogo entre textos y fotografías de la vida íntima de ambos. En mi opinión, esta modalidad de escritura acerca de las imágenes a la que aludo nos llevaría a concebir una figura híbrida situada entre el lector y el auctor medievales que mencionan Bourdieu y Chartier en ese diálogo fascinante sobre la lectura que me has dado a conocer en “tu primera carta.

     

    “la fotografía y la escritura están vinculadas por lo asequible de sus herramientas en la actualidad, por lo inmediato que es el gesto de tomar unas notas sobre una libreta o el de sacar una foto con el teléfono”

    En otro orden de cosas, me pregunto si tú también has pensado a veces en lo fuertes que son los vínculos entre fotografía y escritura en relación con sus prácticas. En este sentido, es mucho mayor la cercanía entre ambas disciplinas que la que pueda tener la fotografía con otras artes visuales como la pintura. Yo creo que se debe a la notoria dimensión documental de las dos materias que nos ocupan, a su vocación marcada de registrar su tiempo y a su facilidad para acercarse a las “poéticas del yo”, como ya hemos visto más arriba. Entiendo también que la fotografía y la escritura están vinculadas por lo asequible de sus herramientas en la actualidad, por lo inmediato que es el gesto de tomar unas notas sobre una libreta o el de sacar una foto con el teléfono.

    “Igual que el “bébeme” que figura en la botella de Alicia en el país de las maravillas, en las fotografías hay un explícito “léeme” y, me atrevería a decir, también un “escribe sobre mí” “

     

    John Berger, Para entender la footgrafía

    John Berger, Para entender la fotografía, 2013

    Al hilo de esto, me siento cercana a Geoff Dyer cuando, en su prólogo a la colección de ensayos de John Berger titulada Para entender la fotografía, escribe: “No fue haciendo fotos ni mirándolas, sino leyendo sobre ellas, como empecé a interesarme por la fotografía”. Parece claro entonces que la forma más básica de leer una imagen sería describirla con palabras. Al menos, sirve como un primer análisis, como una toma de posición hacia ella. Esto nos lleva de cabeza a la écfrasis, que en este caso concreto yo no tomaría solamente como interpretación de una imagen por medio de la palabra escrita sino también como mecanismo retórico de la propia escritura. A mí, al menos, me interesa una escritura sobre arte y fotografía que no trate de “domesticar” la imagen de la que habla, sino que constituya una pieza literaria de interés.

    Igual que el “bébeme” que figura en la botella de Alicia en el país de las maravillas, en las fotografías hay un explícito “léeme” y, me atrevería a decir, también un “escribe sobre mí”. En mi experiencia, las imágenes parecen pedir palabras: desde un título a un pie de foto, pasando por una paráfrasis. Por tanto, no estoy de acuerdo con Barthes cuando afirma que “la imagen fotográfica está llena, abarrotada: no hay sitio, nada le puede ser añadido.”

    Para ilustrar esto, me remito ahora a algo muy contemporáneo y relacionado justamente contigo: la serie de tu cuenta de Instagram sobre mujeres notables de los últimos dos siglos. Es una iniciativa excelente para visibilizar a las mujeres de las artes y la cultura, pero cada vez que tengo ante mí una de “tus” imágenes no puedo evitar bajar la mirada en busca del pie de foto donde se nos revele algo más sobre ellas. No soy capaz de permanecer en la foto, como si las palabras estuviesen ahí para resolver una adivinanza, para establecer una especie de taxonomía.

    Jackie Higgins, Why it does not have to be in focus

    Jackie Higgins, Why it does not have to be in focus, 2013

    A ver si coincidimos en esto: me interesan particularmente las dificultades –por llamarlas de algún modo– de lectura de las fotografías que no tienen una voluntad pictorialista, sino de experimentación con el lenguaje fotográfico. Me gusta el titubeo que se produce en el primer encuentro con ellas. Leí una anécdota curiosa al respecto en el libro Why it does not have to be in focus: modern photography explained de Jackie Higgins. La autora declara que en este manual introductorio a la fotografía contemporánea quiere mostrar una “letanía de errores fotográficos” para apoyar sus argumentos sobre el mérito artístico de fotografías que no siguen las directrices de la buena composición, iluminación y enfoque, imágenes a las que no se les podría aplicar a primera vista ese “afecto mediano” o studium que menciona Barthes en La cámara lúcida. Como ejemplo, Higgins cita los paisajes intencionalmente sobreexpuestos del fotógrafo Paul Graham y cuenta cómo muchos lectores que compraron su libro lo devolvieron pensando que había un problema en la impresión de las páginas (como ves, ahí el lector de imágenes ejerce sus derechos como consumidor, que es lo que somos actualmente por encima de cualquier otra categoría).

    Paul Graham, Man walking in white shirt, Atlanta, 2002.

    Paul Graham, Man walking in white shirt, Atlanta, 2002.

    Esa anécdota me hace pensar en una frase de Constantino Bértolo que figura precisamente en La cena de los notables, el ensayo que mencionas en tu carta, y lo hace justamente después de hablar de Flaubert como escritor que opta por la brillantez: “¿Pero hay lectores para novelas no novelescas?”.

    Respecto al “analfabetismo óptico” al que te refieres, impulsado por unas élites autoerigidas como las únicas capaces de analizar imágenes, quiero contarte una anécdota personal: en 2002 visité la retrospectiva de Nan Goldin que se expuso en el Palacio de Velázquez de Madrid, titulada El patio del diablo. En aquel momento, yo tenía todos los méritos para ser integrante de ese ejército de analfabetos ópticos. Creía y quería interesarme por las artes visuales, pero me faltaba bagaje visual y, sobre todo, el poso que va dejando la vida en las personas. Tras recorrer las trescientas cincuenta fotografías que abarcaban desde la serie Boston Years de principios de los 70 hasta sus trabajos de principios del siglo XXI, le hice el siguiente comentario a mi acompañante: “Pero esta gente que aparece en las fotos… ¿es que no trabajan?”. Ya ves: me escandalicé ante la “vida desordenada” que llevaban los protagonistas de las fotos de Goldin. Te muestro ahí –no sin pudor– aquella pobre o ingenua lectura mía de esas imágenes, que, dieciséis años más tarde, aún siguen en mi mente.

     

    Nan Goldin, Twisting at my birthday party, 1980.

    Nan Goldin, Twisting at my birthday party, 1980.

    Al volver recientemente a ellas mejor equipada vital y culturalmente, no he podido resistirme a acudir una vez más a la lectura de entrevistas con Nan Goldin. Es decir, no he podido prescindir de la palabra para acercarme a esas fotografías. Si los “sacerdotes de la imagen” supieran esto, ¿arrojarían su cólera sobre mí? Yo trato de ser condescendiente con mi mirada de entonces pensando que ya en aquel momento había en mí un deseo latente de buscar las raíces socioeconómicas del arte, aunque lo expresase de modo muy pedestre.

    “Por todo esto, parece que resulta casi inevitable la busca de asideros para leer imágenes.”

    También es frecuente, al leer una imagen, acudir a la comparación con otra: lo hace el mismo Berger cuando analiza una fotografía del cadáver de Che Guevara en uno de sus ensayos. Inmediatamente nos lleva, por asociación, al lienzo de Rembrandt La lección de anatomía. No permanece en la foto del Che, a pesar de que, según diría Barthes, a la imagen fotográfica “nada le puede ser añadido”. Por todo esto, parece que resulta casi inevitable la busca de asideros para leer imágenes. Quizá haya que aceptarlo con cierta naturalidad, pues de paso nos sirve para combatir las tentaciones estructuralistas de permanecer en el texto –que en este caso es la fotografía– tomándolo como referente único.

    Pero no quisiera que esta correspondencia se convirtiese en una serie de directrices sobre cuál es la manera correcta de leer imágenes, así que por el momento me limitaré a mencionar algunas tendencias que observo. Por ejemplo, no sé si estás de acuerdo conmigo pero hoy en Occidente, uno de los modos más en boga de leer imágenes proviene del giro identitario surgido en Estados Unidos, de ahí las polémicas decisiones de retirar obras de museos por inadecuadas para el público moderno.

    “me pregunto si reducir las imágenes a categorías de clase o identitarias es o no una estrategia productiva de lectura”

    Me interesó en cualquier caso la postura de la Manchester Art Gallery cuando retiró Hilas y las ninfas de John William Waterhouse. La razón que aduce la galería es su deseo de “generar conversaciones sobre cómo exhibimos e interpretamos las obras de arte en la colección pública de Manchester”.

    John William Waterhouse, Hilas y las ninfas

    John William Waterhouse, Hilas y las ninfas

    Quiero pensar que esas conversaciones no están teniendo lugar a gritos, y me pregunto si reducir las imágenes a categorías de clase o identitarias es o no una estrategia productiva de lectura, aquella que, por cierto, yo misma apliqué de modo espontáneo en 2002 como reacción ante la obra de Nan Goldin.

    En ese sentido, me siento cerca de Gerry Badger, el fotógrafo y curador británico, cuando propone: “Pensamos en las fotografías como en un hecho, pero pueden ser una ficción, una metáfora, o poesía” [“We think of photographs as fact, but they can also be fiction, metaphor, or poetry”]. Considerándolas así, permiten lecturas y escrituras que abren caminos. ¿Qué te parece?

    Mercedes

     

     

     

     

     

    https://www.theguardian.com/artanddesign/2018/jan/31/manchester-art-gallery-removes-waterhouse-naked-nymphs-painting-prompt-conversation

     

  • Valentín Roma cuadrado ampli
    Valentín Roma
    a Mercedes Cebrián
    Querida Mercedes,   Voy a tratar de responder a algunas cuestiones que planteas, sobre todo al concepto de écfrasis que tan pertinentemente has sacado a colación....leer más
    14 junio, 2018

    Querida Mercedes,

     

    Voy a tratar de responder a algunas cuestiones que planteas, sobre todo al concepto de écfrasis que tan pertinentemente has sacado a colación. Pero antes, acogiéndome a tu referencia a las “poéticas del yo”, quisiera compartir una anécdota que tal vez podamos recuperar en algún momento de este epistolario.

    Hace muchos años, cuando estudiaba doctorado, tuve como profesor a José Milicua, uno de los grandes especialistas internacionales en Caravaggio y Ribera, discípulo ni más ni menos que de Roberto Longhi y miembro del consejo de redacción de la legendaria revista Paragone.

    Príncipe Baltasar Carlos a caballo (Museo del Prado, 1634-35) Diego Velázquez

    Príncipe Baltasar Carlos a caballo (Museo del Prado, 1634-35) Diego Velázquez

    Aparte de ser un erudito y un hombre sin paciencia con la falta de talento, Milicua atesoraba la mayor sagacidad visual que yo haya conocido nunca, algo que le permitía ver y descubrir cosas extraordinarias allí donde al resto de ojos apenas vislumbraba un pequeño y triste espacio de ratificación. Bien, pues uno de los ejercicios predilectos de Milicua eran las llamadas “descripciones de autómata”, que consistían en leer lienzos de Velázquez, Georges La Tour o El Greco amputando cualquier opinión subjetiva.

    Para mi desdicha fui una de las más asiduas víctimas de este experimento cuyo propósito era triple: demostrar que no sabíamos ver, confirmar que no teníamos nada a decir y, por último, como moraleja, auto-inocularnos el virus de la precisión lectora y óptica, o bien abandonar los estudios para buscar cobijo en el ramo de la hostelería, como tantas veces me instó a mí mismo aquel mayúsculo profesor.

    Todo esto viene a cuento porque considero –no me importa la cursilería– que la escritura sobre las imágenes es el momento de dos apoteosis distintas. Una la apoteosis del observador, quién insatisfecho con solo mirar, se ve impelido a matizar, ampliar, cuestionar e incluso revivir, por otros medios, aquello que la imagen ha significado. Otra la apoteosis del lector, quien, como tú muy bien señalas a propósito de Dyer, compromete sus capacidades hermenéuticas desde ese otro dispositivo que llamamos escribir.

    Fíjate que en ambos casos escribir acerca de las imágenes vendría a solventar –o nacería a partir– de una carencia, de algo no resuelto ni a través de la observación ni mediante la legibilidad. Y aquí entro en otra de esas cuestiones espinosas. Estoy muy de acuerdo cuando dices que no te interesa una escritura que domestique la imagen, a lo que añadiría que escribiendo sobre imágenes ponemos encima de la mesa discursiva algo que para mí es básico en la lectura y el conocimiento de éstas: cómo mantener en equidistancia lo incomprensible de lo descifrado, lo que vemos de aquello que nos mira, por usar otra vez una idea de Didi-Huberman[1].

     

    Crematorio en funcionamiento en Dachau Bundesarchiv, Bild 183-H26996 CC-BY-SA 3.0

    Crematorio en funcionamiento en Dachau Bundesarchiv, Bild 183-H26996 CC-BY-SA 3.0

    Campo de concentración de Auschwitz-Birkenau

    Campo de concentración de Auschwitz-Birken

     

     

     

     

     

     

     

     

    Es cierto que las imágenes parecen pedir palabras, pues efectivamente el mutismo frente a ellas supone su principal decrepitud, el sitio por dónde se hacen invisibles e irrelevantes al mismo tiempo. Pero también creo que a veces las palabras asfixian a la imagen y que, al revés, hay ocasiones en que las imágenes se revuelven contra ciertas formas de decodificación, también contra algunos modos de narrarlas.

    Esta diatriba entre imagen y palabra, entre idolatría y exegesis ha marcado históricamente el desarrollo de la cultura visual en Occidente. Recuerda, por ejemplo, los debates sobre el carácter irrepresentable de Dios, las polémicas acerca de si deben o no propagarse las fotografías de los campos de exterminio nazi o las disputas alrededor de la fotogenia de la miseria, por no hablar de los actuales puritanismos ópticos respecto a la imaginería del cuerpo y la sexualidad.

    “¿de qué manera podemos leer una imagen sin abrasarla, dejando espacio para que, desde aquí, se activen nuevos saberes por decir?”

     

    Kevin Carter

    Sin embargo, saliéndonos de los anteriores maniqueísmos, pienso que se abre una incógnita de proporciones sensacionales para la lectura de las imágenes y su transformación en discurso: ¿de qué manera podemos leer una imagen sin abrasarla, dejando espacio para que, desde aquí, se activen nuevos saberes por decir?; ¿cómo relatar las imágenes siendo equitativos con las condiciones en que fueron creadas, con su carácter de documentos, aunque sin perder esa potencia expresiva o literaria que nos motivó a dedicarles palabras?

    Teresa soñando (1938), de Balthus

    Teresa soñando (1938), de Balthus

     

    Vuelvo ahora a la noción de écfrasis, que según Umberto Eco sería “la descripción de una obra de arte visual mediante un texto verbal”. Y coincido contigo en considerarla como un mecanismo retórico de la propia escritura y no tanto como una traducción de las imágenes a las palabras. Pero ocurre que en ese aparente describir se activan muchísimos resortes narrativos y un sinfín de tomas de posición, se crean momentos de suspense y de laxitud, se amplifican detalles y se dislocan jerarquías

     

     

     

     

     

    Rostros, Valentín Roma

    Valentín Roma: Rostros, ed. Periférica, Cáceres 2011

    Mientras escribía Rostros –que es una especie de deriva a través de las caras representadas, expuestas, pensadas y destruidas en el arte, la literatura, el cine, etcétera– tuve un momento de duda al darme cuenta que dedicaba páginas enteras a la descripción de una imagen, que todos aquellos ejercicios narrativos se simplificarían solo con reproducir las obras en litigio, que tal vez el lector se aburriese de tantas palabras para unas imágenes ausentes e, incluso, que más que un escritor, yo me estaba convirtiendo en una de esas abominables audio-guías que son la banda sonora de ciertos museos. Suerte que enseguida recordé el rostro iracundo y condescendiente del profesor Milicua, sus lecciones de precisión lingüística y su alergia a la literatosis visual, por decirlo tuneando a Onetti.

     

    Chantal Sébire

    Chantal Sébire

    Puede que las “descripciones de autómata” fuesen un ejercicio corporativo, un modo de ufanarse en las bondades de la mirada del historiador. Pero al menos a mí me han servido para algo que seguro horrorizaría a Milicua, y que es el convencimiento según el cual al leer una imagen “en voz alta” –llamémosle así a la escritura sobre imágenes– uno enuncia lo que está viendo durante ese momento, aunque también es conducido por lo que el escribir y el decir le apartan de los ojos, le invitan a no ver.

    Puede que sea la écfrasis uno de los modos más sugerentes que tenemos para aventurarnos en la lectura de imágenes. Al menos es un modo que permite errar en el doble sentido de la palabra, el de vagar sin rumbo fijo por los significados y el de equivocarse de interpretación. A esto me refería antes cuando dije que hay algo impreciso en la imagen y en la escritura que se merodea siempre, que de alguna forma debe conservarse mientras leemos imágenes.

     

    Al hilo de este último asunto me gustaría rescatar un concepto de Freud que me interesa particularmente al confrontarme con las imágenes para escribir sobre ellas. Me refiero a lo que el psicoanalista denominaba “la escoria de la observación”, y que alude a esa serie de elementos en apariencia menores o secundarios desde los cuales podemos desnormativizar nuestras interpretaciones y acceder a saberes menos obvios. Cabe decir que Freud erigió este paradigma de análisis observando el Moisés de Miguel Ángel, o sea, leyendo la célebre escultura. Porque, en efecto, frente a la profesionalización de la mirada, contra el totalitarismo del intérprete que exprime la imagen, tal vez solo nos quede por leer aquello que carece de una importancia ecuménica, la basura y no el gran gesto, la excrecencia y no las alharacas visuales. Carlo Ginzburg escribió un texto memorable, “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”[3], donde habla del “paradigma indicial” como modelo epistemológico para ver a partir de rasgos pictóricos, pistas o indicios y síntomas, sucesivamente, según cada uno de estos tres autores.

    Hablabas en tu carta sobre el giro identitario en tanto que modelo hoy en boga para leer imágenes, algo con lo que estoy muy de acuerdo. De ahí que me parezca absolutamente necesario rescatar, para que las lecturas visuales ni se simplifiquen ni se naturalicen, los detalles subalternos de la imagen, aquellos rasgos menospreciados o inadvertidos. Y no lo digo tanto por un afán de originalidad, sino porque al librarnos de la inclinación a emitir lecturas definitivas y definitorias lo que en verdad nos interpela de las imágenes son lo microscópico que hay en ellas, aquello que se sitúa en los márgenes.

    “leer una imagen es coleccionar restos y minucias, resignificar el desecho, otorgándole un estatuto de centralidad discursiva”

    Desde mi punto de vista, leer una imagen es coleccionar restos y minucias, resignificar el desecho, otorgándole un estatuto de centralidad discursiva. Porque si el destino de las imágenes parece aprisionarlas entre el silencio y la palabrería, entre la indiferencia y el panegírico, acaso sean todos estos elementos residuales que impiden a la imagen clausurarse dentro de sí misma, en una identidad prefigurada, lo que encamine a las imágenes para ser y no ser al mismo tiempo, lo que las habilite para seguir leyéndolas una y otra vez.

    Ecrire, Margueritte Duras

    Ecrire, Margueritte Duras

    No quisiera terminar sin referirme al método comparativo y a John Berger, que tú misma relacionabas en la carta que enviaste. Creo que son obvias las habilidades de Berger para construir asociaciones inesperadas entre imágenes, para trazar una suerte de vasta cartografía neuronal donde se desautorizan los maximalismos del especialista y las lecturas sectoriales. Hay en la escritura de Berger sobre las imágenes un intento por identificar lo poético o lo trágico de éstas, por conectarlo con otras poéticas y otras tragedias, haciendo de todo ello una fábula que las hilvane y que nos acoja.

    Como la mayoría de gente de varias generaciones por delante y por detrás a la mía, he leído con pasión a Berger y le he imitado en numerosas ocasiones. Sin embargo, me pregunto qué permanece de esa escritura cuando la extraemos del circuito cerrado de referencias mutuas, por qué al leerla con cierta edad –más descreído y sin el mismo grado de veneración por algunos nombres seculares, menos fascinado con la existencia de una sensibilidad general, que atraviesa épocas y obras– uno no tiene el mismo impacto emotivo ni la misma empatía intelectual, sino la sensación de que esos textos están maravillosamente escritos, que suenan como sinfonías perfectamente ejecutadas y un punto previsibles. La institucionalización que hace Berger de las comparaciones me resulta, hoy, demasiado tupida. Su lectura de una historia de las imágenes integral, conectada como el atlas de un astrónomo, me parece ahora exorbitante, no queda sitio donde disentir.

    Ya sabes aquello que decía Marguerite Duras cuando escribió que todo libro necesita, para serlo, al menos una página incomprensible, una página escrita por el autor para sí mismo. Entiendo que esta idea también puede trasladarse al territorio de los lectores de imágenes, deviniendo lo siguiente: toda lectura necesita, para serlo, al menos una sospecha de que hay algo ilegible, una incógnita aplazada por el lector mientras leía, cuando no estaba mirando.

    Te mando un enorme saludo

    Valentín

     

     

    [1] Georges Didi-Huberman: Lo que vemos, lo que nos mira, Ediciones Manantial, Buenos Aires 1997

    [2] Valentín Roma: Rostros, ed. Periférica, Cáceres 2011

    [3] Carlo Ginzburg: “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”, en Umberto Eco y Thomas A. Sebeok: El signo de los tres: Dupin, Holmes y Pierce, ed. Lumen, Barcelona 1989

  • Mercedes Cebrián. Foto © Sheila Melhem
    Mercedes Cebrián
    a Valentín Roma
    Querido Valentín:   Nada más comenzar mi carta me apresuro a rescatar tu recuerdo de los ejercicios que os proponía José Milicua en la universidad. De hecho, da...leer más
    28 junio, 2018

    Querido Valentín:

     

    Nada más comenzar mi carta me apresuro a rescatar tu recuerdo de los ejercicios que os proponía José Milicua en la universidad. De hecho, daría cualquier cosa por haber sido alumna suya. Habría sido un perfecto antídoto contra la tentación de sentirnos moralmente aceptables que nos sobreviene al enfrentarnos a una fotografía documental considerada “dura” o “polémica”. Por lo que cuentas, Milicua os ejercitaba con lienzos de pintores canónicos, pero a mi juicio el ejercicio habría sido todavía más fructífero si os hubiese invitado a realizar sus peculiares “descripciones de autómata” de fotografías ganadoras del premio World Press Photo, aunque obviamente la pintura también sea capaz de reflejar barbaries realistas.

    Dices que la écfrasis es uno de los modos más sugerentes que tenemos para aventurarnos en la lectura de imágenes y quiero elogiarte ante todo por la elección del verbo “aventurarse”, que alude a una tentativa prudente y a la vez arriesgada de lograr algo, que es, yo creo, precisamente el modo en que la escritura intenta interpretar una obra de arte visual. Más desesperados aún son los intentos que tratan de transmitir lo olfativo, lo táctil y los demás sentidos presentes en las imágenes. Pensemos en esas fotos tan coloristas de mercados de comida al aire libre, cuyos puestos se ven rebosantes de frutas y especias, quizá bajo un calor sofocante. ¿Cómo transmitir todos esos aspectos sensoriales con la escritura? A quien esté interesado en ahondar más sobre esto le recomendaría un ensayo excelente de Pablo Maurette: El sentido olvidado, que se centra en el tacto.  Maurette se aleja en él del oculocentrismo imperante en Occidente y propone un enfoque háptico. El concepto de lo háptico lo toma del historiador del arte Aloïs Riegl, que lo introdujo en el siglo XIX y supone un giro en el modo de abordar muchas disciplinas humanísticas: lo háptico es un modo de “ver”, de acercarse a la historia del arte y de la literatura invocando el sentido del tacto a través de lo visual y empleándolo como herramienta de análisis.

    Siguiendo con la écfrasis, quiero comentarte algo que siempre me ha resultado tan paradójico como incómodo en mi trabajo diario: el hecho de que la literatura sea el único proceso artístico que emplea los mismos elementos con los que trabaja –las palabras– para llevar a cabo su propia hermenéutica. Sería insólito imaginar a un coreógrafo comentando su obra a través de otra coreografía, o toparse con la reseña de una retrospectiva fotográfica que no estuviera conformada por palabras sino solamente por otras imágenes como respuesta crítica a las de la muestra en cuestión; pero las palabras parecen reproducirse por esporas y, además, saben que ocupan  la cima de la pirámide discursiva.

    Queen, ca. 1150–1200. Scandinavian, probably Norway, found on the Isle of Lewis, Outer Hebrides, Scotland, 1831.

    Queen, ca. 1150–1200. Scandinavian, probably Norway, found on the Isle of Lewis, Outer Hebrides, Scotland, 1831.

    Por todo esto, entiendo perfectamente lo que te ocurría durante el proceso de escritura de Rostros, si bien me reconforta que vencieses la tentación de sustituir tus ensayos –que, casualmente, ahora mismo estoy leyendo– por fotografías, es decir, me alegra que no pusieses en práctica el tan cacareado dicho de “una imagen vale más que mil palabras”, pues la descripción con palabras es ante todo una excelente forma de análisis.

    Te confieso que yo también he querido añadir imágenes a mis escritos a menudo. No me refiero a tentaciones de sustituir el escrito por la foto que lo describía, sino a la necesidad de incluir ambas opciones. Por suerte, mis editores me disuadieron, salvo en una ocasión: en la novela El genuino sabor describí una de las piezas del ajedrez de la Isla de Lewis que se conserva en el Museo Británico y adjunté la imagen. Siento fascinación por la reina de ese juego del siglo XII, una pieza tallada en marfil cuyo gesto de abatimiento roza lo cómico; también sus ojos extremadamente saltones contribuyen a generar comicidad. La describí sin prescindir de la fotografía, quizá porque no confiaba en mi propia descripción. Como ves, algo de esa índole está teniendo lugar también a lo largo de esta correspondencia contigo, pero es que, al igual que estamos de acuerdo en que las imágenes convocan a las palabras, de algún modo también se espera de nosotros que ilustremos nuestras palabras con imágenes, convirtiéndose estas últimas en una apostilla de lo verbal.

    Ibáñez, Mortadelo y Filemón, El Tirano, 1999

    Ibáñez, Mortadelo y Filemón, El Tirano, 1999

    El concepto de “escoria de la observación” acuñado por Freud que mencionas me ha llevado inmediatamente al aprendizaje que obtuve en la infancia durante las muchas horas que pasé mirando con detenimiento las viñetas del historietista Ibáñez, el tan querido padre de Mortadelo y Filemón. Más que lectura, lo que yo llevaba a cabo ahí era una observación minuciosa de esas imágenes. En muchas de ellas, además de la acción principal, aparecían en esquinas y zonas inesperadas del recuadro caracoles con gafas, ratones fumando y hasta una berenjena colgando de un árbol. Eso no era lo relevante, pero fijarse en esos detalles te entrenaba para, años después, sacarle el mayor partido posible a obras como El jardín de las delicias de El Bosco. Morelli, Freud y Conan Doyle estarían orgullosos de mí, ¿no crees?

    “la verdadera pregunta que subyace aquí es: ¿a qué me refiero con leer mejor?”

    Y respecto al método comparativo que tanto emplea Berger, es cierto que emularle a la hora de leer fotografías nos llevaría a hacer malabares con una serie de referencias que hablarían –bien, mal o regular, qué importa– de nuestro bagaje cultural. Pero en ocasiones, esto vuelve a ser inevitable como a mí me ocurre con la fotografía de Richard Learoyd, Breeze Blocks with Hare (2007). Nada más ver esa liebre descansando sobre unos bloques, opera en mí la asociación libre, que me conduce a otras liebres de la historia del arte: la de Durero, pero, sobre todo, la de Joseph Beuys en su performance Cómo explicar cuadros a una liebre muerta, del mismo modo que cualquier sopa enlatada me lleva a Andy Warhol por metonimia. Me pregunto si leería mejor la fotografía de Leaory si no conociese ni a Durero ni a Beuys, aunque la verdadera pregunta que subyace aquí es: ¿a qué me refiero con leer mejor?

    Richard Learoyd, Breeze Blocks with Hare, 2007

    Me voy a atrever a apuntar una idea que podría servirnos para seguir conversando sobre maneras eficaces, o al menos posibles, de leer imágenes. Permíteme que vuelva a las “poéticas del yo”: de niña, para combatir el miedo que me generaban los momentos álgidos de las películas de terror, mi madre me sugería una técnica que me llevaba directa al momento de producción de esas secuencias. Ella siempre insistía en que, tras esa escena en la que yo solo veía a una mujer con la cara ensangrentada y un camisón blanco fantasmal, había todo un equipo de personas con cámaras, claquetas y focos trabajando para contribuir a aterrorizarme. Había hasta un servicio de catering con un gran termo de café disponible para los actores y actrices. En efecto: al pensar en eso, la “magia del cine” desaparecía de un plumazo, pero al mismo tiempo la invitación a tener en cuenta el rodaje y su carácter de artificio escénico operaba como un bálsamo para mí.

    Por ello, y sin pretender desviarme hacia los temas de las conversaciones de nuestros predecesores en estas correspondencias, sí creo que el momento de la producción de una imagen es también un aspecto a tener en cuenta a la hora de leerla, que sí es el tema central de nuestras cartas. Al hilo de esto, me parecen relevantes las reflexiones y el trabajo de Thomas Ruff en su serie de fotografías tituladas “jpeg”. En ellas Ruff aporta una nueva capa: por medio de procedimientos técnicos, él nos muestra las costuras, nos revela cómo se gestó la imagen. Él considera que sus fotos nos permiten ver “la imagen de la imagen”, recordándonos así que en toda fotografía se encuentra la huella de un intermediario.

     

    Thomas Ruff, jpeg ny03, 2004

    Thomas Ruff, jpeg ny03, 2004

    Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no se han leído, Anagrama 2008

    Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no se han leído, Anagrama 2008

    Para terminar, traigo a colación un ensayo de Pierre Bayard, profesor de literatura en la Universidad de París y psicoanalista. Me refiero a Cómo hablar de los libros que no se han leído, que, a pesar de su título de libro de autoayuda, es en verdad un ensayo lúcido y osado. En una entrevista que dio a El País con motivo de la publicación de su libro en castellano, Bayard afirmaba algo que para mí fue iluminador:

    “No puede haber sólo dos maneras de afrontar un libro: leerlo o no leerlo. Hay un vasto espacio intermedio. Incluso los libros que se    hojearon o se dejaron a medias pueden determinar la vida de uno. Pocos creyentes han leído la Biblia de cabo a rabo y fíjese cuánto ha influido”.  [1]

    Bayard describe una serie de variantes del “no leer”, una escala de grises posibles que se dan habitualmente en nuestra relación con los libros, pues no siempre los leemos exhaustivamente, tomando notas y subrayando. Esto le lleva a referirse a esa biblioteca colectiva mental que muchos lectores compartimos, pues todo texto posee su propia genealogía.

    Por alocado que parezca, me gustaría que nos preguntáramos si una imagen permite una lectura a medias y si admite gradaciones en su interactuación con ella. Quizá esto nos lleve a la cuestión del estilo de los fotógrafos: no sé si he visto de cabo a rabo las fotografías de los cuerpos en blanco y negro retratados por Mapplethorpe o de los silos y graneros de Bernd y Hilla Becher pero, cuando estoy ante ellas, sé que son suyas, como le pasaba al magistrado estadounidense Potter Stewart con la pornografía: “No sé definirla, pero la reconozco cuando la veo”. En estos ejemplos concretos, quizás al mismísimo Barthes le sería imposible hablar de la “muerte del fotógrafo”.

     

    Bernd & Hilla Becher, Gasbehälter (Gas Tanks), 2009

     

    Cuánto por decir y comentar… Lo dejo aquí y espero con avidez tu siguiente carta.

    Mercedes

     

     

     

    [1] En El País, 5 de octubre de 2008: https://elpais.com/diario/2008/10/05/eps/1223188009_850215.html

  • Valentín Roma cuadrado ampli
    Valentín Roma
    a Mercedes Cebrián
    Querida Mercedes,   Permíteme que entre de pleno, sin mucho preámbulo, a partir de dos preguntas aparecidas en tu última carta, donde te interrogabas sobre qué ...leer más
    12 julio, 2018

    Querida Mercedes,

     

    Permíteme que entre de pleno, sin mucho preámbulo, a partir de dos preguntas aparecidas en tu última carta, donde te interrogabas sobre qué significa leer mejor una imagen y acerca de si es posible leer imágenes a medias. Huelga decir, supongo, que estamos hablando de asuntos que no tienen nada a ver con la calidad y la cantidad interpretativa, al menos así voy a responderte.

    Fíjate en el lienzo que Ribera dedicó al tema de Apolo y Marsias, donde el sátiro es despellejado a la luz de una luna invisible, en un paraje goyesco en el que sus gritos de dolor solo resultan audibles para los tres personajes luciferinos que se tapan los oídos, ya que tampoco ellos pueden soportar el ruido de la piel separándose de la carne. Y mira el rostro de Apolo, la diadema de laureles que le declara vencedor de cualquier contienda, una toga elegantísima al viento, como si fuese un prelado romano o un cardenal inmisericorde. Apolo, dios de la muerte súbita y de la belleza, padre de la armonía y primer colonizador, deidad musical y aquí el único personaje ¡sordo!, pues Ribera le muestra tan ensimismado en su venganza que al contemplar la cara desfigurada de Marsias se le escapa una pequeña sonrisa flemática.

    Jusepe De Ribera (Lo Spagnoletto), Apollo Flaying Marsyas

    José De Ribera (Lo Spagnoletto), Apolo y Marsias

     

    La muerte de Pier Paolo Pasolini, 1975

    La muerte de Pier Paolo Pasolini, 1975

    Y te pido que a continuación observes la foto que algún perito realizó en el lugar del crimen a Pasolini, una imagen insoportable por cómo el cuerpo del cineasta, ese cuerpo excesivo con el placer y la disidencia, ya se transformó en objeto preparado para el escarnio o las sobreexposiciones, para la risa del policía que, cual Apolo con uniforme, no aprecia allí otra cosa que un espectáculo de sangre y sexo desordenado.

    Por último, la fotografía de Helen Levitt, esos cuatro niños reproduciendo algo que también ocurre en los espacios políticos, las mismas crueldades de cobardes y fuertes, el mismo pavor y la misma equidistancia, otro chiquillo que en vez de arrancar la piel a un mártir o alzar la sábana que cubre a un difunto le levanta el vestido a su compañera de juegos, examinando las bragas de ésta como quien estira la esquina de una alfombra, no se sabe si por curiosidad o porque así lo ha visto entre sus mayores.

    Fotografías callejeras de Helen Levitt

    Fotografías callejeras de Helen Levitt

    Aunque de manera radicalmente distinta, cada una de estas tres imágenes parece ilustrar cuán «indecente» es el gesto de ver, qué grado de violencia acarrea consigo. Asimismo, diría que cuando leemos una imagen adquirimos cierto conjunto de riesgos, algunos inocuos y otros no tanto. Por ejemplo, aceptamos que hay en las imágenes algo pendiente de «palabrearse», que existe un lector o un oyente –acaso nosotros– escindido entre diversas «preocupaciones»: la de redescubrir la imagen, la de mirarla atentamente, la de acercarle un discurso que la amplíe o la detalle y, por último, la preocupación de compartir con otros lectores y otros oyentes nuestras cuitas y nuestros hallazgos.

     

     

     

     

    “El problema surge cuando las imágenes abandonan su carácter edificante o cuando los discursos se quedan aprisionados en sus propios tics y morfologías”

    Esto que acabo de decir ahora es una radiografía en torno al impulso por leer imágenes, también un resumen de aspectos que he ido señalando en anteriores cartas. Pero a la vez, siendo cabales y después de haber visto esas tres instantáneas tan trágicas, no deja de ser una declaración de buenos motivos exegéticos. El problema surge cuando las imágenes abandonan su carácter edificante o cuando los discursos se quedan aprisionados en sus propios tics y morfologías. La cuestión es, por tanto, qué nivel de impertinencia son capaces de preservar las imágenes en su contacto con la escritura, qué estatuto de frontalidad mantienen las palabras al medirse en una imagen.

    Respondiendo a tus dos preguntas sostendría que el tiempo de la lectura visual es siempre mejorable y es siempre tangencial, siempre está sujeto a modificaciones y, por eso mismo, se despliega en un limbo interpretativo, en una suerte de arenas hermenéuticas afortunadamente movedizas.

    No concibo mayor tortura que ser el dueño de las llaves de la interpretación, ya sea sobre las imágenes o sobre cualquier otro asunto que merezca especulaciones teóricas. En este sentido, no creo que haya soledad más grande que permanecer, parafraseando a Jaime Gil de Biedma, como un noble arruinado en las ruinas de mis diagnósticos.

    Si hay algo conmovedor en la lectura de las imágenes es tomar la palabra y después bajarse de ese púlpito, buscar nuevas palabras que precisen o rechacen las razones que nos llevaron a decir algo.

    “Hay una dimensión gratuita pero grave, derrochadora y sin embargo maniática con los detalles, que me parece el principal atractivo de leer imágenes.”

    Así, el compromiso respecto a lo insignificante que te comenté a propósito de Freud es, a mi juicio, un rechazo contra lo inequívoco, aunque también una forma de hackear los códigos de interpretación productiva desde ciertas semillas de improductividad.

    Hablabas sobre leer imágenes a medias, y tal vez no sea esto una hipótesis posible, sino el estatuto ¿real? de cualquier discurso sobre la imagen: entrar en ella in medias res, es decir, cuando ya se ha personado y ya está comunicando; decir de ella palabras circunstanciales, narraciones que son también un momento y una suerte de estado propio y concreto del narrar.

    De la imagen me interesa su función «desencadenante», o sea, la capacidad que tiene para liberarnos de ciertas ataduras y para relanzar nuestros saberes. Y, por eso mismo, las legibilidades que más me impresionan son aquellas que permiten apreciar el discurso discurriendo, las teorías desplegándose a veces rápidas y minuciosas, otras torpes y tentativas.

    Entiendo que hay varios peligros en esta comprensión de la lectura visual, algunos ya los hemos señalado desde anteriores correspondencias, por ejemplo, el peligro de ser «deshonestos» con las condiciones históricas en que fuimos construidos como lectores, o la amenaza de abrasar las imágenes desde la palabra. No obstante, las circunvalaciones que se producen cuando el ojo que mira es también el ojo que habla siguen pareciéndome insuperables. Son, por así decirlo, un instante en que el muro de conocimientos que nos constituye cae a plomo. Un amigo me explicó que Derrida escribía largas horas desde una suerte de inacabable prolegómeno, para derrumbar todas las barreras previas. Me contaba que esa escritura no era en sentido estricto un ejercicio de auto deconstrucción, sino una forma de enajenación, un hechizo.

     

    Imagen del robo a punta de pistola del cuadro de Munch, El Grito

    Imagen del robo a punta de pistola del cuadro de Munch, El Grito

    Quiero pensar que leer imágenes también significa prolongar cierto embelesamiento, por eso me gustaría hacerte partícipe de algunos casos que me subyugaron. El primero sería ésta donde vemos a los ladrones que robaron El grito de Munch. La instantánea es compositivamente impecable, como si en lugar de una cámara de seguridad hubiese sido un transeúnte quien la realizase, alguien que ante la disyuntiva de recuperar el cuadro y convertirse en un héroe o fotografiar el momento y colgarlo en Instagram se decantó por la crónica óptica, desestimando la hazaña épica.

    Obama runs through the East Colonnade of the White House with Bo, the family's new dog, on March 15, 2009

    Obama corre por el ala oeste de la Casa Blanca con Bo, el perro de la familia, Pete Souza, 2009.

    Otra imagen maravillosa es esta foto del gran Pete Souza, en la que se observa a Obama corriendo con un perro liberado de la esclavitud de la correa, al encuentro de ni más ni menos que Abraham Lincoln. Fíjate en el detalle mayúsculo de que el presidente no toca el suelo con sus pies, es un ángel desplazándose por encima de la ley de gravedad.

    Eugène Atget. Joueur d’orgue. 1899-1890

    Eugène Atget. Joueur d’orgue. 1899-1890

    O esta de Eugène Atget, mi fotógrafo preferido, alguien que hizo una obra sin conciencia de ello, con la ligereza y la sinceridad de quienes se emanciparon de cualquier destreza o cualquier reconocimiento. Es como si escuchásemos a los músicos callejeros, como si fuésemos esa niña cuya sonrisa no distingue entre los aplausos de la Comédie-Française o los silencios de un arrabal de París.

     

     

     

    Maradona mustra su tatuaje homenaje a Fidel Castro

    Maradona mustra su tatuaje de Fidel Castro a “El Comandante”

    Y por último una imagen apasionante, tal vez la versión más inesperada de Narciso mirándose al espejo. Ahora que estamos en tiempos futbolísticos, la gloriosa pierna izquierda de Maradona, tatuada con el rostro de Fidel Castro, quien se ausculta con incrédula atención, dentro de esa mortaja almidón aceituna de su traje militar. Este podría ser mi olimpo de las paradojas visuales, un crisol de instantáneas que caminan entre el sonrojo, la erudición y el underground, según sostendría alguien a quien ambos admiramos.

     

     

     

     

     

    Pero mientras escribo esto, a pocos metros de Foto Colectania, encima de la plazuela del Barrio Gótico donde vivo y en la misma calle que fotografiaron Andrea Robbins y Max Becher, dos autores fascinados por los fakes de la historiografía, escucho a un grupo de turistas discutir sobre el sentido de las imágenes. Uno de ellos ensalza las escenas costumbristas como el registro idóneo para los álbumes de vacaciones, otra le replica que es en la arquitectura donde se deposita la memoria urbana más imperecedera, su compañero dice que hoy está de moda fotografiar platos culinarios y animales domésticos. Entretanto, los hijos aprovecharon aquel cónclave adulto para coger prestada la cámara, se han hecho varios retratos subidos encima de unas bolsas de basura, el más alto encontró una careta de Joker y posa ante el objetivo con sus índices en las sienes, como si fuese un demonio; el menos fornido le ha dicho que esa marca de cámara no tiene miedo al diablo, sus padres se la compraron a Santa Claus.

    Robbins Becher, Barri Gòtic, 2007. Colección MACBA

    Robbins Becher, Barri Gòtic, 2007. Colección MACBA

     

    Te mando un cordial saludo

    Valentín

  • Mercedes Cebrián. Foto © Sheila Melhem
    Mercedes Cebrián
    a Valentín Roma
    Querido Valentín: [caption id="attachment_2168" align="alignleft" width="392"] Piranesi, Carceri d'invenzione , no. 13, “The Well”[/caption] Tu última carta es una...leer más
    26 julio, 2018

    Querido Valentín:

    Piranesi, Carceri d'invenzione , no. 13, “The Well”

    Piranesi, Carceri d’invenzione , no. 13, “The Well”

    Tu última carta es una demostración empírica del poder intrínseco de las imágenes para provocar emociones multisensoriales. Me parece escuchar los lamentos de los tres personajes que figuran al fondo del lienzo de Ribera mientras Apolo desuella a Marsias. Como bien dices, hay indecencia en el gesto de ver, de mirar por el agujerito a ver qué ocurre del otro lado: esto me lleva directamente al monte Aventino en Roma. La Orden de Malta tiene allí, en la Piazza dei Cavalieri di Malta, su embajada ante Italia. En su interior se encuentra la iglesia de Santa María de Aventino, la única obra arquitectónica de Giovanni Battista Piranesi, uno de los máximos generadores de imágenes –en cantidad y calidad– tanto de la ciudad de Roma como de aquellas oscuras prisiones metafóricas que tanto influyeron a los surrealistas: sus Carceri d’invenzione.

    Pero volvamos a la entrada del recinto: en medio del portón hay un agujerito –il buco della serratura–, colocado estratégicamente para tentarnos a mirar a través de él. Es muy similar a los dos huecos situados en la tosca puerta de madera de la instalación artística Etant Donnés de Duchamp, que augura un mundo prohibido a quien ose acercar sus ojos –que, de algún modo, son también dos huecos– a ellos. Pero al asomarnos a este buco romano lo que vemos es la cúpula de San Pedro, enmarcada a la perfección entre cipreses. Contemplarla de ese modo, casi clandestino, la libidiniza y la convierte en un objeto que roza la indecencia.

    Duchamp, Étant donnés, 1946-1966. (Philadelphia Museum of Art)

    Duchamp, Étant donnés, 1946-1966. (Philadelphia Museum of Art)

    “Somos conscientes del valor casi aurático que cobra la fotografía expuesta en museos o galerías, de ahí que se mire con cierta veneración ceremonial”

    Esto entronca con una cuestión relevante para mí: el lugar o formato en el que llevamos a cabo la lectura de una imagen, interrogante que podríamos sumar a los dos argumentos sustanciales que enumeraste en tu primera carta: quién lee la imagen y qué decir sobre esta. El contexto en el que leemos una fotografía, ya sea el espacio de un museo, una aplicación en nuestro teléfono o una gran pantalla situada en la calle, moldea nuestra actitud hacia ella. Somos conscientes del valor casi aurático que cobra la fotografía expuesta en museos o galerías, de ahí que se mire con cierta veneración ceremonial. Y aquí vuelvo a recordar a Duchamp y su opinión irónica respecto a la exposición de sus obras: “Exposer ressemble trop à épouser”, es decir, que exponer se acerca peligrosamente a la idea de esposarse a los espectadores. Algo muy similar ocurre con la fotografía impresa en publicaciones artísticas, cuyas páginas desprenden ese olor a tinta que por sí solo aumenta el status de esas imágenes y la reverencia con la que las observamos.

    “No es costumbre detenerse a mirar cómo trabaja un escritor o un fotógrafo, pues nuestros procesos de creación no resultan vistosos, como sí lo son los de los pintores o dibujantes”

    Cambiando de tema, hay un aspecto del mirar que quiero dejar esbozado, aunque ya no vaya a recibir tus inteligentes comentarios al respecto: quizá a ti también te suponga, como a mí, un verdadero alivio que el proceso de fotografiar no sea de interés para un espectador no profesional. Cuando en el Sarajevo de posguerra vi a un fotógrafo dispuesto a retratar a un hombre ajado en un barrio de la ciudad, acercando el objetivo a pocos centímetros de su cara, me resultó cuando menos perturbador, por eso entre otras cosas me interesa la estrecha relación entre fotografía y escritura, porque ninguna de las dos es una actividad “circense” que invite al voyeurismo mientras se lleva a cabo. No es costumbre detenerse a mirar cómo trabaja un escritor o un fotógrafo, pues nuestros procesos de creación no resultan vistosos, como sí lo son los de los pintores o dibujantes. La excepción sería esa emoción infantil de quienes tuvimos en casa una cámara Polaroid, al ver cómo surgía de ese cuadrado blanco una imagen, ese milagro repentino normalmente en tonos violáceos que al completarse nos generaba una secreta decepción, aunque jamás nos atreviéramos ni a sugerirlo. Y es que la calidad de los milagros nunca ha de cuestionarse.

    Michael Klier, fragmento de "Der Riese", 1983.

    Michael Klier, fragmento de “Der Riese”, 1983.

    De las imágenes que te subyugan y que por eso compartes en tu carta, sin duda mi favorita es la del robo del lienzo de Munch. Desde hace décadas, las cámaras de videovigilancia, esas que convierten el planeta entero en un panóptico, han dado lugar a una nueva manera de narrar, y por lo tanto, de mirar imágenes. Como ejemplo artístico tenemos la película Der Riese (The Giant, [El gigante] 1983), de Michael Klier, un montaje que recoge fragmentos de grabaciones realizadas con cámaras de seguridad.

    También la cultura de los paparazzi o de la “foto robada” nos conduce como espectadores a mirar con mayor indecencia; ya que quien disparó la cámara no tenía demasiados escrúpulos ni pidió autorización para tomar esas fotos, nosotros, como espectadores, no parecemos necesitar permiso para contemplar esas imágenes, ante las cuales obtenemos esa mezcla entre placer y poder que produce la visión de lo prohibido, pues como ya han comentado largamente los psicoanalistas, el acto de mirar está directamente vinculado con el de desear. Dos exposiciones que lamento haberme perdido se hicieron eco de esta fascinación: la primera, sobre videovigilancia y voyeurismo , tuvo lugar a lo largo de 2010 en la Tate Modern. Otra más reciente, de 2014, se centró en la estética fotográfica de los paparazzi y se pudo ver en el Centro Pompidou de Metz .

     

    “Y ese placer de mirar lo que se presupone que debería formar parte de la esfera privada, sumado al poso que el tiempo deja en esas imágenes, nos coloca en una extraña posición de superioridad” 

    Todas estas reflexiones, tanto las de tu carta como las que escribo más arriba, me hacen pensar en aquellos comentarios de textos escolares en que los profesores nos instaban a preguntarnos por las intenciones del autor. Aplicada a la imagen, esa búsqueda es infructuosa cuando hablamos de fotografía encontrada, de fotos no profesionales que encontramos en mercados de pulgas y de las que tantos artistas se reapropian. Al verlas presuponemos que quien disparó la cámara fue un genio lego si la foto nos parece de calidad, o bien un sujeto que, como en la fábula de Tomás de Iriarte cuyo personaje principal es el burro flautista, logró esa composición “por casualidad”. Y ese placer de mirar lo que se presupone que debería formar parte de la esfera privada, sumado al poso que el tiempo deja en esas imágenes, nos coloca en una extraña posición de superioridad.

    Francisco Gómez, Sin Título, 1984. © Archivo Paco Gómez Fundación Foto Colectania

    Francisco Gómez, Sin Título, 1984. © Archivo Paco Gómez Fundación Foto Colectania

    Fotografía encontrada (hombre en piscina)

    Fotografía encontrada (hombre en piscina)

    Mira a este hombre a punto de zambullirse en la piscina de lo que parece ser un aparthotel de poca monta; mira cómo le brota el penacho de una palmera de la cabeza. Al leerla, jugamos a intuir la mitología personal del retratado, probablemente en plenas vacaciones, pues a menudo estas fotografías se produjeron en un entorno familiar y de ocio, siempre con la intención de dejar huella de momentos felices, o quizá de provocarlos a través del propio retrato.

    Esa voluntad de registrar la vida y preservar recuerdos nos lleva a la época en que se inventó la fotografía, pues en aquel momento esas eran también sus principales intenciones. Este tipo de imágenes encontradas, especialmente las que están en color, me hacen pensar en el valorado estilo kitsch de los salones y cuartos de estar en casa de las tías-abuelas: es así de valioso por su sinceridad, porque la idea de refinamiento y buen gusto en ellos no es impostada, a diferencia de lo que sucede hoy con el kitsch de intenciones irónicas. La inocencia de esas fotografías de mercadillo nos hace sonreir, ¿pero acaso nos reímos con los retratados o de ellos? La preposición lo cambia todo, pero además, en el segundo caso, agrega cierta dosis de crueldad.

    Para despedirme, te regalo unas cuantas imágenes que me embelesan, tal como tú haces en tu última carta. Me limitaré a algunas de mis abstracciones fotográficas preferidas: esta pared de Paco Gómez que vi en su exposición reciente en Foto Colectania y otras tres paredes más recientes, obra de la fotógrafa venezolana Lisbeth Salas. En el muro de Gómez el ojo quiere descifrar (el ojo siempre anda buscando leer, es infatigable), pero como no encuentra caracteres ni grafismos legibles, acaba por rendirse.
    Las tres imágenes de Salas forman parte de su serie Re_Surgimiento, una búsqueda de lo pictórico en los muros de las ciudades. En ellas, yo al menos siento fuertes tentaciones de buscar paisajes de Turner, de Anselm Kiefer o incluso un carcinoma a la luz de un microscopio electrónico. Estas fotografías abstractas me interpelan. Las escucho decirme: “para de leer, deja de buscar formas, deja de lado la Gestalt, aparta de tu mente el test de Rorschach.” En ellas se perdieron los asideros figurativos, al igual que en la música de Schoenberg o Alban Berg no quedan barandillas tonales que nos faciliten la escucha. Dice Cartier-Bresson en una entrevista que “para mirar bien, habría que aprender a ser sordomudo” . Lamento diferir: ciertas imágenes son parientes cercanas de la música, y escucharlas es también parte de la experiencia de leerlas.

     

    Lisbeth Salas, Re_Surgimiento series, 2018

    Lisbeth Salas, Re_Surgimiento series, 2018

     

    Te mando un abrazo,
    Mercedes

     

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  • Valentín Roma cuadrado ampli
    Valentín Roma
    Valentín Roma es doctor en filosofía y arte por la Southampton University y profesor de historia del arte en la UAB. Fue conservador jefe del MACBA y en la actualidad es director de La Virreina Centro de la Imagen (Barcelona). Ha comisariado exposi...leer más
  • Mercedes Cebrián. Foto © Sheila Melhem
    Mercedes Cebrián
    Mercedes Cebrián. Su último libro de ensayos y ficciones es Burp. Apuntes gastronómicos (Chatos inhumanos, 2017). Es también la autora del ensayo Verano azul: unas vacaciones en el corazón de la transición (Alpha Decay, 2016), del poemario...leer más

DIÁLOGO entre
David Campany
Anastasia Samoylova


OCTUBRE | NOVIEMBRE | DICIEMBRE 2018
  • David Campany (web)
    David Campany
    a Anastasia Samoylova
    Querida Anastasia,   El tema que exploraremos en los próximos meses es «Leer las imágenes». Espero que podamos hacerlo de diversas maneras. Para empezar, me gus...leer más
    4 octubre, 2018

    Querida Anastasia,

     

    El tema que exploraremos en los próximos meses es «Leer las imágenes». Espero que podamos hacerlo de diversas maneras. Para empezar, me gustaría plasmar algunos de los pensamientos que me vienen a la mente. Aunque «leer las imágenes» implica aspectos filosóficos, intelectuales y estéticos, también tiene una dimensión política, por la sencilla razón de que la sociedad parece haber bajado la guardia en lo concerniente a las imágenes, haber perdido capacidad de pensamiento crítico frente a ellas, y quizá también capacidad de resistirse a ellas, capacidad de pensar de manera distinta sobre qué espera de las imágenes, capacidad para «leerlas». Me limitaré a exponer algunos apuntes que podrían servir de punto de partida para nuestras reflexiones.

     

    “Es importante contar con un lenguaje crítico y en evolución, capaz de hablar de las imágenes y de cómo nos afectan”

    1

    El verbo «leer» remite inmediatamente al lenguaje. Solemos escucharlo en referencia a las imágenes y siempre me produce sensaciones encontradas. Por un lado, las imágenes no comunican como el lenguaje, por lo que tampoco pueden leerse como el lenguaje. Las fotografías pueden mostrar, sugerir, pero no pueden explicar, ni razonar, ni debatir. Son más poesía que prosa. Como digo a menudo, las imágenes no transportan significado como un camión transporta carbón. Por otro lado, es importante contar con un lenguaje crítico y en evolución, capaz de hablar de las imágenes y de cómo nos afectan. De lo contrario, en cierta manera estaremos a merced de ellas.

     

    2

    «Leer» evoca un acto un tanto erudito, cuidadoso, crítico, posiblemente más de «lectura consciente» que de «consumo inconsciente». En este sentido, «leer las imágenes» no sugiere una primera respuesta inmediata, instintiva, sino una segunda respuesta más pausada y reflexiva. Una lectura de nuestra lectura, por así decirlo.

     

    3

    Enseño fotografía, y sé que en el pasado tú también lo hiciste. Intentar ayudar a jóvenes alumnos a pasar del simple «me gusta / no me gusta» de una imagen a una actitud más reflexiva que les haga tomar consciencia de la cultura visual que les rodea, no es tarea fácil. En el mundo occidental, al menos, hace un par de generaciones hubo un intento de llevar el estudio crítico de las imágenes al currículo escolar bajo el título de «alfabetización visual» (de nuevo el lenguaje presente). Las imágenes nos afectan enormemente, así que transmitir en parte cómo funcionan a todos los niños se consideró esencial en su día. El proyecto de alfabetización visual tenía un componente inevitablemente político, puesto que partía de la motivación de animar a los niños a captar hasta qué punto las imágenes pueden manipular, en especial las relacionadas con la publicidad, el consumismo, la moda, la propaganda política, los estereotipos de género, etc. Por supuesto, a medida que el poder corporativo empezaba a dominar Occidente, enseñar alfabetización visual se empezó a denunciar como agitación izquierdista y el proyecto fue prácticamente desmantelado, hasta el punto de que apenas se enseña en las escuelas hoy. Sin embargo, puede que en estos momentos nos encontremos en una especie de trance, puesto que los jóvenes poseen muy pocas herramientas críticas con las que abrirse camino en la cultura visual en la que están inmersos.

     

    4

    ¿Qué aspectos de las imágenes, específicamente las fotográficas, pueden «leerse» y cuáles no? Me viene a la memoria el crítico cultural francés Roland Barthes y cómo desgranó esta idea en sus obras (en su ya famoso libro La cámara lúcida, pero también en el ensayo «El tercer sentido»). Para Barthes, lo que se puede describir de una imagen representa la experiencia común, la respuesta compartida, el significado colectivo presupuesto, lo obvio. Las imágenes fáciles de digerir son las fáciles de describir, de poner en palabras. O lo que es lo mismo: cuanto más se acerque una imagen a (ser percibida como) un cliché, más cerca estará del lenguaje.

     

    ¿Es la propia imagen lo que debe leerse o más bien la imagen en relación con el contexto? 

     

    A veces, cuando tú y yo hablamos sobre imágenes que nos chocan por ser clichés, intentamos describirlas con la máxima brevedad posible. Cuanto más cliché parece una imagen, menos palabras se necesitan. Con todo, en contraposición con la idea de lectura obvia o compartida, o dentro de ella, Barthes también señala que ciertos aspectos de la respuesta transcienden el lenguaje, se resisten a ser leídos: todos aquellos que no pueden reducirse a la sabiduría heredada o la ideología. Esos aspectos podrían guardar relación con lo visual y no verbal, con lo personal y no colectivo o, en definitiva, con la esencia enigmática de todas las imágenes. Las imágenes nos pueden llegar de forma programada, de acuerdo con las convenciones retóricas establecidas, y se nos puede motivar para que las percibamos de la forma programada, pero si eliminamos el programa (ya sea el contexto, el momento histórico, el lugar que ocupa en relación con otras imágenes y palabras) recuperan lo que Maurice Blanchot llamó «ambigüedad esencial». ¿Es la propia imagen lo que debe leerse o más bien la imagen en relación con el contexto? En mi opinión, ambas cosas.

     

    5

    Las palabras y las imágenes nunca han sido entidades verdaderamente independientes. La comunicación se basa en gran medida en lo que el escritor y artista Victor Burgin llama en su ensayo «Ver el sentido» el componente «escripto-visual», que va mucho más allá de que las imágenes tiendan a ir acompañadas de palabras de algún tipo. Por ejemplo, leer o escuchar la expresión puesta de sol inmediatamente hace que formemos una imagen mental de butaca de playa. Si escribo «puesta de sol», al leerlo inevitablemente se genera en la mente algún tipo de impresión visual. Del mismo modo que si asistes a una puesta de sol, y la reconoces como tal, en cierta manera el término puesta de sol aparecerá en la mente. Como señaló Sigmund Freud, entre otros, la mente no establece una separación clara entre palabras e imágenes, es solo en el mundo exterior donde pueden parecer inconexas. Las implicaciones son profundas, sobre todo en vista de la anterior afirmación sobre cómo las lecturas «obvias» de las imágenes están mas cerca del lenguaje que los momentos ambiguos o enigmáticos.

     

    6

    «Leer las imágenes» no es lo mismo que «leer una imagen». «Leer las imágenes» podría sugerir que las propias imágenes, si se alinean estratégicamente, son capaces de estimular la lectura cuidadosa. Baso esta idea en un doble concepto. El primero procede del catálogo de la exposición de 1938 de Walker Evans, American Photographs, un libro en que posiblemente vaya mucho más allá que cualquier experimento vanguardista europeo sobre la secuenciación y que llevó al extremo la idea de la posibilidad dialéctica y reflexiva. Se trata de una compleja disposición asociativa que ahonda en el vínculo existente entre el imaginario y la identidad en la América moderna. Nuestra respuesta se modifica y complica con cada imagen sucesiva. Veamos algunas fotografías rápidas que realicé de la secuencia de apertura del libro:

     

    01 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    02 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    03 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    04 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

     

     

     

     

     

     

     

    05 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    06 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    07 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

    08 Opening image sequence from Walker Evans’ book, American Photographs, Museum of Modern Art, New York, 1938

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Secuencia inicial de imágenes del catálogo de la exposición de Walker Evans American Photographs, Museum of Modern Art, Nueva York, 1938

     

    Parece que Evans quería que observáramos, pensáramos y creáramos vínculos, que participáramos de la lectura de las fotografías una detrás de otra y, por extensión, acabáramos haciendo una lectura de Estados Unidos.

    El segundo ejemplo es tu serie de cuadros Landscape Sublime. Cada obra de la serie está formada por un conjunto de imágenes recopiladas en línea a partir de palabras clave concretas (nuevamente, emerge la conexión entre imagen y lenguaje). Montañas en blanco y negro. Arcoíris. Bosques envueltos en la niebla. Cascadas. Volcanes. Olas rompiendo. La acumulación de imágenes estereotipadas, describibles, abre un espacio reflexivo, una brecha que separa al observador. Lo «sublime», una experiencia de sobrecogimiento, temor o admiración que supuestamente va más allá del lenguaje, no está presente en esas imágenes, sino que lo sugieren los millones y millones de imágenes parecidas que pueden encontrarse. La totalidad sublime de las representaciones familiares.

     

    Anastasia Samoylova, Rainbows, de ls serie Landscape Sublime, 2014

    Anastasia Samoylova, Rainbows, de ls serie Landscape Sublime, 2014

    Anastasia Samoylova, Lightnings, de la serie Landscape Sublime, 2014

    Anastasia Samoylova, Lightnings, de la serie Landscape Sublime, 2014

     

     

     

     

     

     

     

    “Encontrar maneras de que las imágenes «dialoguen» entre sí es más importante que nunca”

     

    La idea de juntar imágenes para fomentar una «lectura crítica» surgió en realidad en las décadas de 1920 y 1930, en oposición a las manipulaciones de los cada vez más influyentes medios de masas (revistas, periódicos, cine). Pero quizá hoy, cuando internet ha roto los vínculos entre imágenes y los ha reconstruido sobre la base no ya de la inteligencia o la creatividad de las personas únicamente, sino de algoritmos, encontrar maneras de que las imágenes «dialoguen» entre sí es más importante que nunca.

    Bueno, aquí concluyo estas pinceladas a las que, si lo deseas, podemos volver en las próximas semanas.

     

    David

  • Foto Anastasia Samoylova (web)
    Anastasia Samoylova
    a David Campany
    Querido David: Gracias por el generoso comienzo. Espero poder seguir expandiendo todas esas ideas en las próximas semanas. Recojo el guante y exploraré hacia dónde me ll...leer más
    18 octubre, 2018

    Querido David:

    Gracias por el generoso comienzo. Espero poder seguir expandiendo todas esas ideas en las próximas semanas. Recojo el guante y exploraré hacia dónde me llevan las propuestas que sugieres.

    “Quizá porque ese aluvión de imágenes parece invadir sin freno nuestra vida y nuestra mente, hemos tenido que desarrollar mecanismos de desconexión para evitar el agotamiento”

    Me pregunto si la propia elección del verbo leer no condiciona los tipos de imágenes que merecerían ser objeto de análisis. Cuando contrapones las palabras consumir y leer me vienen a la mente las innumerables imágenes que desfilan ante nosotros cada día a un ritmo desenfrenado y a las que apenas prestamos atención. Quizá porque ese aluvión de imágenes parece invadir sin freno nuestra vida y nuestra mente, hemos tenido que desarrollar mecanismos de desconexión para evitar el agotamiento. Y a medida que desarrollamos esos mecanismos, las imágenes contraatacan volviéndose aún más tentadoras, sensacionalistas y omnipresentes. Sabemos que las imágenes pueden despertar el deseo por todo tipo de ideas u objetos, pueden provocar consumo en el mundo.

    Este motivo, por sí solo, ya justifica que debamos buscar activamente un lenguaje que permita hablar de las imágenes que afectan a la sociedad de formas distintas a como lo hace el lenguaje hablado o escrito. Más aún, creo que tal lenguaje debe estar diseñado para ser accesible a espectadores que quizá no estén versados en las disciplinas tradicionalmente asociadas al análisis de imágenes, disciplinas que emplean terminología especializada como la historia, la antropología, la semiótica, la iconología o la filosofía. La democracia ilusoria de las imágenes requiere una verdadera democracia del lenguaje capaz de descifrarlas y a la vez dejar cierto espacio a su ambigüedad inherente. ¿Te parece una proposición viable?

    “La invención de la fotografía ahondó en la sensación de amenaza de los modos de conocimiento tradicionales, y las herramientas que la analizan todavía no lo han superado”

    La sensación de vivir inmersos en un mundo de imágenes podría ser síntoma de lo que W. J. T. Mitchell llama un «giro pictórico», un fenómeno recurrente que aparece cada vez que nuevas tecnologías o herramientas de imagen, de vigilancia o entretenimiento, se generalizan. Mitchell distingue entre el giro pictórico como «cuestión de percepción de las masas, de inquietud colectiva por las imágenes o los medios visuales» y el «giro a las imágenes y la cultura visual que se produce en el ámbito de las disciplinas intelectuales». La invención de la fotografía ahondó en la sensación de amenaza de los modos de conocimiento tradicionales, y las herramientas que la analizan todavía no lo han superado.

    Quizá tengas razón cuando dices que no puede existir una manera universal de leer las imágenes. En el libro The Politics of Aesthetics, Jacques Rancière propone tres «regímenes» principales de identificación del arte, o métodos en los que una época concreta conceptualiza la naturaleza y el objeto de la representación artística. En el primero, el «régimen ético», las imágenes se cuestionan sobre todo por su moralidad y su impacto político en la sociedad. El segundo régimen, el «poético» o «representativo», procede principalmente del estudio de la literatura y refleja la idea de que el mundo prioriza la articulación verbal del significado en todas las formas artísticas. De modo parecido a lo que decías sobre que las imágenes están más cerca de la poesía que de la prosa, Rancière distingue entre las dos formas y propone que la conocida sentencia de Horacio «leer poesía es como mirar un cuadro» bien podría invertirse: «una imagen es como leer un poema».

    “el lenguaje es un tipo de convención social que nunca podrá plasmar completamente esos significados”

    Según ese principio, todas las imágenes y obras de arte en general, independientemente de la técnica empleada, cuentan una historia, y esa misma historia puede interpretarse a partir de distintas técnicas. Sin embargo, en el tercero y sin duda principal de los regímenes, el «estético», Rancière sugiere que los objetos o imágenes, en toda la extensión de los términos, contienen significados que superan la capacidad de interpretación socialmente construida. Por tanto, el lenguaje es un tipo de convención social que nunca podrá plasmar completamente esos significados. Creo que esto se acerca a la idea de Barthes que comentabas.

    Portada, Clive Scott, The Spoken Image - photography and language, Reaktion Books, 1999

    Portada, Clive Scott, The Spoken Image – photography and language, Reaktion Books, 1999

    La percepción de la ambigüedad en las imágenes tiene algo que ver con que el lenguaje, incluso el literario, no es capaz de captar la plenitud del significado de las imágenes, o de «leerlas». Sin embargo, el lenguaje no puede eliminarse por completo tampoco del proceso de interpretación de las imágenes. Está extendida la idea de que contemplar una fotografía en cierto modo es una actividad independiente de las que se producen en el cerebro cuando observamos un objeto, a pesar de que durante la mayor parte de las horas de vigilia el cerebro está ocupado respondiendo a estímulos visuales. No es así. En el libro The Spoken Image: Photography and Language, Clive Scott señala el lenguaje como una de las tres cosas que cortocircuitan la visión; así, para poder volver a la «[…] frescura de la visión asociada a lo preconceptual, a lo preinterpretativo, el lenguaje debe necesariamente eliminarse».

    Walker Evans, 'Contempt for', typed list December 26, 1937

    Walker Evans, ‘Contempt for’, typed list December 26, 1937

    Abundan los textos que versan sobre cómo acercarse al trabajo fotográfico sin ideas preconcebidas (o «prearticuladas»), sobre todo cuando se trata de flâneur, de fotografía callejera «espontánea», a pesar de que algunos de los mejores creadores llegaron a elaborar listas minuciosas de lo que querían y no querían que apareciera en las imágenes. Walker Evans, a quien aludiste al hablar de experimentos de secuenciación de imágenes como método para traspasar el significado único, también era un entusiasta de las listas.

    Entre las que confeccionó, la que más me gusta es la ya famosa «Desprecio por», de 1937, en la que incluye «hombres que tratan de fascinar a las mujeres con sus mentes, gourmets, liberales, mujeres cultas, escritores, artistas de éxito que usan la mano izquierda para destacar su posición». Aunque debe destacarse también la lista que elabora en su relato corto «Escobas» y que dice mucho de su gran capacidad de observación de lo cotidiano: «Necesidades imperativas: tirantes, cajones, alfileres de corbatas, zapatillas de baño, Crimen y castigo, adhesivo de caucho».

    Sus listas son breves recopilaciones de pensamientos, y las fotografías traducen y amplían esos pensamientos en forma visual. Hay ciertos temas que aparecen en las imágenes de Evans una y otra vez: carteles y anuncios exteriores dibujados, arquitectura vernácula, interiores de hogares y la cultura automovilística de Estados Unidos en auge. Del mismo modo, en los trabajos de Eugène Atget y August Sander, la repetición de objetos concretos enfatiza la acumulación documental del hombre moderno en el contexto urbano o social de los fotógrafos. Dejando a un lado un gran número de influencias artísticas que adoptan libremente esa tradición, responderé ahora a tu comentario sobre mi obra Landscape Sublime, basada en el simple acto de recopilar. Para ligar mejor los lazos existentes, las imágenes recopiladas en los cuadros solo salen a la superficie por las palabras clave vinculadas a la búsqueda en línea. En este caso, el lenguaje no solo impregna lo familiar, lo describible de las imágenes, sino que está literalmente registrado en los metadatos digitales.

     

  • David Campany (web)
    David Campany
    a Anastasia Samoylova
    Querida Ana: Me interesa lo que dices sobre las palabras como «términos de búsqueda» de imágenes. Es algo que casi todo el mundo conoce ahora. Durante la mayor parte d...leer más
    31 octubre, 2018

    Querida Ana:

    Me interesa lo que dices sobre las palabras como «términos de búsqueda» de imágenes. Es algo que casi todo el mundo conoce ahora. Durante la mayor parte de la historia de la fotografía, las imágenes se han clasificado, archivado y recuperado a través de palabras, y en buena medida sigue siendo así. No solo los términos de búsqueda, sino también los archivos, los metadatos, las etiquetas (hashtags), las etiquetas geográficas, las palabras clave, los pies de foto, etc., de las imágenes son, todos ellos, medios a través de los cuales el lenguaje permite acceder y crear un orden fotográfico. A pesar de todo, las imágenes, en especial las fotográficas, claramente van más allá del lenguaje, como ya comentamos. Los procesos que convierten las palabras en vías de entrada a las imágenes siempre son convenciones extrañas e incómodas.

    Picture Pairings from Lilliput magazine 01

    Picture Pairings from Lilliput magazine

    Imágenes emparejadas en la Revista Lilliput

    Imágenes emparejadas en la Revista Lilliput

    En este sentido, me vienen a la mente un puñado de proyectos de imagen artísticos y un tanto anárquicos. A finales de la década de 1930, el vanguardista editor de revistas Stefan Lorant creó una publicación en el Reino Unido llamada Lilliput que pronto destacaría por sus yuxtaposiciones de imágenes: emparejamientos cómicos, satíricos, surrealistas o simplemente sorprendentes de imágenes que no estaban pensadas para ir unas junto a otras. Para realizar los emparejamientos, Lorant buscaba entre las imágenes que se acumulaban en los archivos de la revista. Según describe él mismo:

    Recostado en el suelo, trato de encontrar parecidos entre los cientos de fotos desplegadas frente a mí … Cada vez que veo una foto interesante de una personalidad, un animal o cualquier otra cosa, la pongo en una caja. Una vez al mes, cuando urge enviar a la imprenta el material del siguiente número, me recluyo. Me encierro en una habitación y repaso las imágenes de la caja. Las imágenes que más me gustan las tiro al suelo y paso a la siguiente caja. Tengo cuatro. Una está llena de famosos, otra de animales, la tercera de mujeres y niños y la cuarta de paisajes y fotografías divertidas. Las reviso una a una y, si encuentro una foto que coincida con una de las imágenes del suelo, dejo aparte la pareja […] Creo que siempre hay una foto que encaja, en algún sitio… Créanme, todo el asunto es mucho más fácil de lo que parece… Solo se necesita tener buen ojo para ver las posibilidades de una fotografía y, por supuesto, memoria óptica.

    “Las imágenes se recuerdan por todo tipo de razones irracionales y subconscientes”

    El procedimiento de Lorant es revelador. Sigue una especie de sistema, basado en el lenguaje y la clasificación, pero también habla simplemente de las imágenes que «más me gustan» y de la necesidad de tener lo que enigmáticamente llama «memoria óptica». No estoy seguro de a qué se refiere exactamente, pero sabemos que muy a menudo las imágenes no se recuerdan por las características básicas que atribuiríamos al lenguaje o la función. Las imágenes se recuerdan por todo tipo de razones irracionales y subconscientes, o bien por motivos que tienen más que ver con la forma o la estructura que con el tema o «contenido». El equilibrio de Lorant entre sistema e intuición, entre procesos lingüísticos y no lingüísticos, nos acerca mucho, sospecho, a la manera en que todos respondemos ante las imágenes, en parte ligados al lenguaje y la convención pero también de una forma mucho más salvaje e impredecible.

    John Baldessari, Grimm's Fairy Tales -The Frog King, 1982

    John Baldessari, Grimm’s Fairy Tales -The Frog King, 1982

    John Baldessari, Grimm's Fairy Tales -The Frog King, 1982

    John Baldessari, Grimm’s Fairy Tales -The Frog King, 1982

    En segundo lugar, pienso en John Baldessari, el artista californiano que pasó de pintar cuadros al arte conceptual más riguroso y de ahí a un reino en el que ha explorado la ambigüedad de incluso las imágenes fotográficas más aparentemente banales y familiares. A Baldessari le han atraído especialmente las fotografías de películas, esas impresiones brillantes de 20 × 25 cm, antaño producidas en masa para hacer publicidad de las películas de estreno. La mayoría se destruyeron cuando dejaron de usarse, pero unas cuantas sobrevivieron y llegaron al mercado, donde podían conseguirse por unos pocos centavos. Baldessari las compró a miles y las ha reutilizado de distintos modos en sus montajes y collages. En 1985 escribió un pequeño pero significativo texto sobre cómo organiza su colección:

    A continuación detallo las categorías actuales de mi archivo de fotografías de películas, que constituyen el grueso de la materia prima en la que baso mi trabajo. Espero que las categorías (que cambian continuamente según mis necesidades e intereses) den algunas pistas sobre lo que motiva el trabajo que hago. A Attack, animal, animal/man, above, automobiles (left), automobiles (right) [ataque, animal, animal/hombre, arriba, automóviles (izquierda), automóviles (derecha)] B Birds, building, below, barrier, blood, bar (man in), books, blind, brew, betray, bookending, bound, bury, banal bridge, boat, bird, balance, bathroom [pájaros, edificios, abajo, barrera, sangre, bar (hombre adentro), libros, ciegos, cervecería, traicionar, sujetalibros, atar, enterrar, puente banal, barco, ave, equilibrio, baño] C Cage, camouflage, chaos/order, city, cooking, chairs, curves, cheering, celebrity, consumerism, curiosity, crucifixion, crowds, climbing, color, civic [jaula, camuflaje, caos/orden, ciudad, cocinar, sillas, curvas, celebraciones, celebridad, consumismo, curiosidad, crucifixión, multitudes, escalada, color, cívico… y así sucesivamente, hasta la Z]. Siempre es una cuestión de ponderar entre las fotografías de películas disponibles y las inquietudes que tengo en ese momento, porque no pido imágenes a la carta: debo elegir del menú. Además, de lo anterior parece desprenderse un deseo desesperado de hacer que las palabras y las imágenes sean intercambiables… pues bien, en esa estéril tarea ando absorto. Por último, creo que es evidente que las palabras encajan en sus propias categorías, siendo dos de ellas las de interés y contenido formal.[i]

    “La cultura popular prefiere domar ese aspecto salvaje con palabras descriptivas, pero nunca lo consigue plenamente.”

    Entre los coleccionistas de fotografías, sean artistas, comisarios o simples amateurs, abundan estrategias y afirmaciones sorprendentemente parecidas. Muchos editores y archivistas profesionales también hablan así de su trabajo. Categorías inestables y provisionales, el peculiar desapego entre palabra e imagen, el matrimonio ingobernable entre forma y contenido, el deseo vano por acumular, el equilibrio precario entre lógica y capricho, orden y caos, conocimiento e ignorancia, hechizo y aburrimiento. Baldessari señala con gran lucidez lo disparatado y lo metódico que cualquier colección de imágenes lleva implícito.

    Es más, un número considerable de grandes teóricos de la fotografía destacan que las mismas tensiones se dan en cada fotografía. Walter Benjamin hablaba de la «chispa de azar» que puede avivar hasta la más banal de las fotos y darle la vuelta por completo a nuestra «lectura». La cultura popular prefiere domar ese aspecto salvaje con palabras descriptivas, pero nunca lo consigue plenamente.

    A Baldessari el archivo le funciona, y si nosotros apreciamos lo que con él consigue, también a nosotros nos funciona. Podríamos sentirnos tentados a considerar su particular enfoque del archivo una especie de perversión cómica de la sobriedad y el buen orden de los archivos «de verdad» que mantienen sobre la base del lenguaje instituciones respetables como la policía, la medicina, los museos, la historia del arte, etcétera. Sin embargo, ese anhelo por la lógica y la neutralidad nunca es enteramente posible, porque allí donde hay imágenes siempre hay cierta locura, y allí donde hay un archivo estructurado por el lenguaje, anarquía potencial.

    En la última década, aproximadamente, hemos visto cómo el mundo predominante de la imagen en línea se extendía más allá de los sistemas basados en el lenguaje hacia el uso de algoritmos basados en la forma, la estructura y el color. Por ejemplo, ya en 2007 Microsoft anunciaba Photosynth, un software capaz de combinar decenas de miles de imágenes de la red para producir modelos virtuales tridimensionales de lugares y edificios reales. Cuantas más imágenes podía utilizar el software, mejores eran los resultados. Por supuesto, no todos los lugares del mundo se han documentado con la misma intensidad. Los más fotografiados pertenecen a la categoría de edificios históricos (la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad, el Taj Mahal, el Big Ben). Todos esos conocidos edificios tienen superficies lo suficientemente intrincadas y singulares para ser únicos y cuentan con imágenes suficientes en línea para que Photosynth y sus derivados construyan collages 3D virtuales. Este tipo de programas prescinden por completo del lenguaje.

    “… seguimos viviendo en una cultura en la que las imágenes y las palabras se combinan invariablemente para asegurar una «lectura fácil».”

    Los «googlegramas» del artista Joan Fontcuberta se basan en un software de mosaicos fotográficos que recopila y junta miles de imágenes en forma de retículas que, desde la distancia, parecen fotografías únicas. Vemos aquí su «Googlegrama: Niépce», de 2005. Lo interesante es que Fontcuberta sí utilizó en este caso palabras clave, en concreto photo y foto, para dar instrucciones al programa con el que compuso esta versión de la imagen fotográfica tomada con la cámara más antigua que se conserva.

    Joan Fontcuberta, Googlegrama, Niépce, 2005

    Joan Fontcuberta, Googlegrama, Niépce, 2005

    Concluiré con un cartel de 1976 obra de Victor Burgin. Es un ejemplo de cómo el texto puede complicar la lectura de una imagen, y viceversa. Desde un punto de vista gráfico, parece de lo más simple: plantea una pregunta, da una especie de respuesta y la fotografía tiene a primera vista el aspecto de una ilustración convencional. Sin embargo, a la pregunta: «¿Qué significa la posesión para ti?» le sigue la afirmación «el 7 % de la población del país posee el 84 % de la riqueza». La imagen publicitaria de estudio muestra a una pareja abrazándose, joven, blanca, de un atractivo estereotipado. ¿Cómo deberíamos «leerla»? No hay una respuesta sencilla. Burgin juega con las señales y en la confusión nos deja con un desorden solapado de dinero, poder, clasismo, patriarcado, sexualidad, género, deseo, raza blanca y consumismo. En su libro Between, publicado diez años más tarde, Burgin transcribe un fragmento de un programa de radio en el que se debatía sobre el cartel. Un hombre que miraba el cartel dice: «Bueno, no es realmente pasión, ¿verdad?». El locutor contesta: «¿Pasión? No dice pasión: dice posesión». El hombre vuelve a mirarlo. «Cierto, no lo había leído bien». Es una revelación fascinante. Se había dejado llevar por la imagen y esperaba ver la palabra «pasión», y eso es lo que lee su subconsciente. La imagen es lo primero que ve y eso le provoca que no lea bien el texto. Aunque han pasado décadas, el cartel de Burgin todavía es capaz de confundirnos porque seguimos viviendo en una cultura en la que las imágenes y las palabras se combinan invariablemente para asegurar una «lectura fácil».

    Victor Burgin, Possession, 1976. Colour lithograph 119 x 84 cm - 467 x 33 in

    Victor Burgin, Possession, 1976. Colour lithograph 119 x 84 cm – 467 x 33 in

     

    [i] John Baldessari, «My File of Movie Stills», exposición Carnegie International (catálogo), Carnegie Institute, Pittsburgh, Estados Unidos, 1985, pp. 91-93.

  • Foto Anastasia Samoylova (web)
    Anastasia Samoylova
    a David Campany
    Querido David:   Muchas gracias por compartir todos esos pensamientos e ideas. Lo que comentas sobre la experiencia de captar, almacenar, encontrar y leer imágenes...leer más
    15 noviembre, 2018

    Querido David:

     

    Muchas gracias por compartir todos esos pensamientos e ideas. Lo que comentas sobre la experiencia de captar, almacenar, encontrar y leer imágenes como inevitable combinación de método y locura, de lenguaje y no lenguaje, me parece fascinante, además de real. Plantea todo tipo de preguntas, para empezar respecto al extraño término que mencionabas en tu primer mensaje, lenguaje visual. Suele aparecer asociado a la descripción de distintos aspectos de la fotografía, en particular los distintos estilos, estrategias retóricas y modos de secuenciación.

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    Pero, como hemos visto, el lenguaje visual no deja de ser un oxímoron. Las fotografías no funcionan como funciona el lenguaje. Aunque existen paralelismos y solapamientos entre ambos, las fotografías, en última instancia, no pueden sustituir el lenguaje. Incluso me pregunto si son un lenguaje propiamente dicho. Las fotografías carecen de razonamiento, por ejemplo, aunque se coloquen cuidadosamente en una secuencia concreta. A la lista de experimentos artísticos que describías, yo añadiría un par más, obra del artista Hans-Peter Feldmann. El primero es su publicación del año 2000 de un número de la revista austríaca de temas de actualidad . Lo único que hizo Feldman fue eliminar el texto y dejar las imágenes flotando en el mismo espacio que ocupaban, con las páginas vacías. Un gesto tan atrevido como simple que adquiere gran relevancia porque aquel número de Profil incluía un artículo sobre el ascenso del líder ultraderechista Jörg Haider. La fotografía de la portada reflejaba a Haider firmando un pacto que le permitiría acceder al gobierno federal de Austria. Haider había librado una guerra contra los medios de comunicación por la cobertura de su campaña. La imagen suspendida en la pantalla negra es como una admonición para los austríacos.

    Hans Peter Feldman, Profil, 2000.

    Hans Peter Feldman, Profil, 2000.

     

     

     

     

    “Pero ¿qué pasaría si las preguntas también fuesen imágenes?”

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    Sin embargo, durante décadas Feldman se dedicó en buena medida a explorar lo que las imágenes comunican y lo que no. En 1974 fue entrevistado por la revista de arte estadounidense Avalanche. Feldman respondía a cada pregunta no con palabras, sino con imágenes bien escogidas y divertidas. Avalanche nunca publicó la entrevista, pero apareció en un libro posterior sobre la obra de Feldman. Más tarde, en 2009, volvería a hacer lo mismo, esta vez en un libro-entrevista con el comisario Hans Ulrich Obrist.

    Páginas del libro Interview de Hans Ulrich Obrist y Hans-Peter Feldmann, 2009

    Páginas del libro Interview de Hans Ulrich Obrist y Hans-Peter Feldmann, 2009

    Por supuesto, Feldman recibe las preguntas en forma de palabras, y eso hace que las preguntas concretas contrasten una y otra vez con la fluidez semántica de las imágenes. El buen criterio del entrevistador se contrapone al criterio anárquico del artista. Pero ¿qué pasaría si las preguntas también fuesen imágenes? ¿Puede una imagen plantear una pregunta? Posiblemente no. ¿Y podría darse una conversación exclusivamente a base de imágenes? ¿Por qué no? Llegados a este punto, me parece un buen momento para traer al debate el proyecto de Instagram Dialogue que los dos llevamos alimentando desde hace más o menos un año. No estoy muy segura de cuál era nuestro objetivo, pero parece poner a prueba la idea de que las imágenes pueden responderse unas a otras, si no en forma de conversación, al menos sí de algún tipo de intercambio. No habíamos puesto ninguna regla; solo respondemos con otra imagen y nos dejamos llevar por el Diálogo. Y aquí seguimos, unas 3.300 imágenes después.

     

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    Secuencias de imágenes de Dialogue, de David Campany y Anastasia Samoylova.

    Secuencias de imágenes de Dialogue, de David Campany y Anastasia Samoylova.

     

    No deja de ser curioso que, en el último año, aproximadamente, se hayan producido varios intercambios visuales parecidos. El Metropolitan Museum of Art de Nueva York presentó hace poco Talking Pictures: Camera-Phone Conversations Between Artists [Imágenes que hablan: conversaciones a través de la cámara del móvil entre artistas], con interacciones entre artistas como Manjari Sharma e Irina Rozovsky o William Wegman y Tony Oursler, entre otros muchos. No todos los intercambios se basaron en imágenes estáticas y no todos prescindieron de las palabras, aunque algunos sí.

    Ahora mismo está en marcha el proyecto web A New Nothing [Una nueva nada], que invita a parejas de fotógrafos a responderse entre sí con imágenes. Más de cien parejas fotográficas han participado hasta el momento.

    Resulta tentador pensar que tales intercambios son propios del teléfono móvil o de plataformas en línea. Estas herramientas no solo los facilitan como nunca antes, sino que bien podrían ser una respuesta al hecho de que, lejos de sentirnos conectados, la mayoría de las veces las nuevas tecnologías de comunicación acaban provocando una profunda alienación, una separación entre las personas. Instagram es una red social en un sentido muy laxo, así que nuestro proyecto Dialogue es en cierta manera un intento de combatir la inercia de colgar imágenes «ahí fuera» esperando que alguien las vea con la idea de crear imágenes dirigidas a una persona en particular.

    Este planteamiento no es exclusivo de las nuevas tecnologías, aunque puede que sí lo sea en el caso de la fotografía. En 1863, el ensayista de estadounidense Oliver Wendell Holmes publicó «Doings of the Sunbeam» [Hechos del rayo de sol; The Atlantic Monthly, vol. XII, n.º 69, julio de 1863], donde especulaba con la posibilidad de que dos completos extraños llegaran a conocerse simplemente intercambiando fotografías:

    Que dos personas que nunca se han visto cara a cara entablen una relación fotográfica es una nueva forma de amistad. El artista se presenta a sí mismo […] rodeado de enseres domésticos que reflejan la personalidad del estudiante o artista. Puede observarse sentado frente al escritorio o la mesa, con objetos a su alrededor, de manera que es posible adivinar sus gustos, además de aquello que se comparte con él .

    Está claro que a Holmes no le sorprendería el uso de las imágenes en las actuales redes sociales. Es asombroso que pensara así en 1863. Holmes dedica la mayor parte del ensayo a describir la creciente expansión de los estudios fotográficos daguerrotípicos por todo el país. Hasta las últimas páginas no empieza a imaginar ese futuro en el que se intercambian imágenes. Su idea estaba claramente motivada por el desembarco en Estados Unidos de la técnica daguerrotípica europea, con sus imágenes pequeñas, normalmente personales y fáciles de intercambiar.

    David, tú vives en Londres, y yo en Miami. Este debate auspiciado por Foto Colectania se produce entre continentes en forma escrita, mientras que nuestro diálogo en Instagram, Dialogue, adopta forma de imágenes. ¿Podría circunscribirse a algún lugar concreto? No en un sentido geográfico estricto. Eso me lleva a otro interesante paralelismo entre palabras e imágenes. El lingüista francés Ferdinand de Saussure distinguía en sus escritos entre lengua y habla. Lengua es el almacén compartido de un idioma que nos antecede y no pertenece a nadie, ni a ningún lugar. Habla es un acto discursivo concreto realizado por una persona que toma prestado material de ese almacén. Usamos el lenguaje de maneras compartidas, pero, con suerte, también características de cada uno.

    En las décadas de 1970 y 1980, cuando se aplicó la lingüística y la semiótica al análisis de las imágenes, quedó patente que la fotografía cuenta con una versión propia de la dicotomía lengua–habla. Una cosa es lo que posibilita este soporte y otra distinta lo que cada persona hace con él. Sin embargo, entre lo uno y lo otro, y tanto con el lenguaje como con la fotografía, existe una convención: la expresión de ideas y actitudes muy comunes que las personas sienten como propias pero que en realidad no son más que una imitación vacía de formas preexistentes. En otras palabras: clichés. Me he dado cuenta, aunque nunca hayamos hablado de ello, de que nuestro proyecto Dialogue explora muchos de los clichés de Instagram. Gustosamente retorcemos y reelaboramos imágenes típicas que circulan pero que no pertenecen a nadie, como si mantuviéramos una conversación basada en expresiones preestablecidas y expresadas con anterioridad. No siempre lo hacemos, pero sí muy a menudo, a veces conscientemente, otras inconscientemente. A lo mejor estamos chocando contra la idea de si, o en qué manera, la originalidad es importante. Una cuestión que debemos plantearnos tanto respecto a las imágenes que realizamos como al lenguaje que usamos.

     

     

  • David Campany (web)
    David Campany
    a Anastasia Samoylova
    Querida Ana:   Gracias de nuevo por todos estos pensamientos. Sí, creo que podrías tener razón sobre la naturaleza de nuestro proyecto de Instagram, aunque una d...leer más
    29 noviembre, 2018

    Querida Ana:

     

    Gracias de nuevo por todos estos pensamientos. Sí, creo que podrías tener razón sobre la naturaleza de nuestro proyecto de Instagram, aunque una de las ventajas de un diálogo sin palabras, basado en imágenes, es que queda muy abierto a la intuición, tanto por parte de los autores como de los espectadores. Colocar una imagen junto a otra, o responder a una imagen con otra imagen, solo puede aspirar a sugerir a través de pensamientos solapados, quizás a medio formar. Un tipo de «lectura» muy libre, ajeno a lo correcto y lo incorrecto. Como tratamos anteriormente, una secuencia de imágenes está más cerca de la poesía que de la prosa, pero, como dices, la creación de imágenes puede verse atrapada fácilmente por los convencionalismos y clichés. Lo poético puede volverse prosaico con bastante rapidez. La imagen reducida al lenguaje. Creo que cualquier creador de imágenes serio debe ser consciente de ello, y cualquier espectador serio, también. Es lo que el compositor John Cage llamaba la «respons-habilidad»: un llamamiento al interlocutor activo, comprometido, no al consumidor pasivo.

    La perspicacia de Oliver Wendell Holmes es admirable. Su capacidad para prever hasta qué punto las imágenes fotográficas arraigarían en la sociedad no solo nos presenta a Holmes como un pensador intuitivo y clarividente, sino que plantea que la profundidad del destino de la fotografía era discernible ya entonces, quizá incluso desde el principio. Podríamos retroceder más allá de Holmes, hasta William Henry Fox Talbot y su libro El lápiz de la naturaleza, publicado entre 1844 y 1846. A partir de veinticuatro imágenes suyas, cada una acompañada de un texto, Talbot expuso lo que la fotografía podría llegar a ser y en qué podría convertirse, y su acertado pronóstico resulta extraordinario. Imágenes documentales, artísticas, probatorias, científicas, topográficas, históricas, turísticas, publicitarias, archivísticas. No creo que le sorprendieran demasiadas cosas de la cultura visual de 2018. Más aún, además de demostrar las posibilidades de las formas de comunicación basadas en la relación entre imágenes y texto, Talbot también parecía comprender que todas y cada una de las aplicaciones de la fotografía necesitarían sostenerse en discursos y protocolos (los lenguajes reguladores) de instituciones: el ámbito legal, el periodismo, la investigación científica, los criterios artísticos, etc. En otras palabras: en El lápiz de la naturaleza, Talbot defendió y demostró con claridad la profunda interdependencia existente entre las imágenes fotográficas y las palabras.

    Doble página del libro de William Henry Fox Talbot El lápiz de la naturaleza, 1844-1846

    Doble página del libro de William Henry Fox Talbot El lápiz de la naturaleza, 1844-1846

     

    Para ser contemporáneo por un momento, percibo mucho debate últimamente sobre la «visión de las máquinas» y cómo funcionan las imágenes que no están ideadas, en primera instancia, para el ojo humano. Pensemos, por ejemplo, en el software de reconocimiento. Un programa informático interpreta una imagen óptica captada (en su sentido más amplio) de tal manera que identifica y clasifica parte del contenido, por ejemplo, una cara o una matrícula de coche. La imagen en cuestión no necesita ser «vista» en absoluto y puede que nunca se convierta en una imagen en el sentido que hemos acordado atribuir al término. ¿Significa eso que no se lee, que va más allá del lenguaje? No lo creo. Hemos delegado el acto de ver y leer en las máquinas, que ahora son más eficaces, y menos responsables, si cabe. No soy dado a hacer predicciones, pero sospecho que este tipo de tecnologías acabarán resultando efímeras, un puente entre un momento de visibilidad más antiguo y sistemas de automatización y vigilancia más integrados que no requieran ninguna impresión óptica ni dejen espacio a la ambigüedad de la lectura. Quizá ese puente sea el momento presente, en el que percibimos la transición entre lo óptico y lo postóptico, aunque ese momento postóptico también lo predijo Talbot, a quien le interesaban las computadoras y las ondas luminosas que escapan a la percepción humana.

    Las máquinas y los programas informáticos son en gran medida insensibles a los matices y a la ambigüedad. Si, como he sugerido, la condición esencial de la fotografía es la ambigüedad, la falta de claridad sobre cómo debe ser leída, entonces puede que solo los humanos estemos capacitados para entenderlas. La ambigüedad del significado nace de las motivaciones en conflicto, de los deseos en conflicto y de las intenciones en conflicto. Ser humano es sostener ideas contradictorias al mismo tiempo.

    “¿Se puede describir una imagen sin interpretarla?”

    Echa un vistazo a esta fotografía de Ruth Orkin. No hay duda de que un programa informático sería capaz de detectar las caras e incluso la calle que aparece, pero los posibles significados de la imagen son algo completamente distinto.

    Ruth Orkin, Chica americana en Italia, 1952

    Ruth Orkin, Chica americana en Italia, 1952

     

    ¿Se puede describir una imagen sin interpretarla? ¿Puede el espectador llegar a ser tan desapasionado como la fría lente de la cámara? ¿Hasta qué punto las intenciones de un fotógrafo determinan la respuesta del público? Esta es una de las nueve fotos de Orkin que aparecieron en el número de septiembre de 1952 de la revista Cosmopolitan, en un artículo titulado Cuando viajas sola. «Viajar en solitario no debe asustar a la turista», empieza diciendo el artículo. «Es divertido, es fácil y es la mejor manera del mundo de conocer a gente nueva (a hombres, por ejemplo). Al no depender de nadie más que de ti misma y al estar lejos de amigos que esperan que siempre seas tú misma, probablemente desarrolles una autoconfianza y un encanto desconocidos. Además, dos chicas o un grupo de viajeras parecen ir en coalición y es menos probable que las inviten a unirse a la diversión ajena.»

    Orkin, que tenía 29 años, no iba completamente sola y tampoco era la mujer de la fotografía, una estadounidense de 23 años que se hacía llamar Jinx Allen. Orkin regresaba de realizar un encargo en Israel; Allen se encontraba en un tour de seis meses por Europa. Las dos coincidieron en Florencia, en la oficina de American Express donde los expatriados acudían a recoger el correo. Hablaron sobre la vida lejos de casa y a la mañana siguiente emprendieron una colaboración fotográfica. La sesión fue libre y divertida: Allen pedía graciosamente indicaciones, se la veía confusa con la moneda extranjera y contemplaba las estatuas. Orkin consiguió la fotografía que vemos aquí en dos intentos; pidió a Allen que volviera a pasearse y sugirió al hombre de la motocicleta que no mirara a la cámara. Un minuto más tarde, Allen saltó al asiento trasero para la siguiente fotografía.

    “El significado no lo construye quien crea la foto, sino quien la observa. El fotógrafo puede «escribir» la imagen, pero es el espectador quien debe «leerla»”

    Aquel número de Cosmopolitan circuló un tiempo, pero esta imagen ha permanecido en la memoria. Por accidente o por su diseño resulta más clásica y melodramática en sus formas que las demás fotografías que tomó Orkin aquel mismo día. En los cuadros del Renacimiento hay composiciones similares.

    Aunque las dos mujeres siempre insistieron en que no había ningún «mensaje» detrás, ni relación con el acoso, el patriarcado, el feminismo o la «mirada masculina», la tesitura de la imagen puede que no sea tan desenfadada como ambas pretendían. Allen se sujeta el chal contra el pecho, con los nudillos un poco blancos. Sostiene el bolso y el cuaderno cerca del cuerpo. En esa impredecible fracción de segundo, baja los párpados, entreabre la boca y el ángulo de la cabeza podría sugerir aprensión. El paso es decidido pero el cuerpo parece retraerse, como si se desplazara por la escena en contra de su voluntad, con las miradas de los hombres golpeando su mejilla.

    Solemos pensar que las imágenes llevan consigo «mensajes» o «fines ocultos», pero las intenciones del fotógrafo o fotógrafa nunca pueden determinar significados. El significado no lo construye quien crea la foto, sino quien la observa. El fotógrafo puede «escribir» la imagen, pero es el espectador quien debe «leerla». Y entre la escritura y la lectura de la imagen pueden suceder muchas cosas.

  • Foto Anastasia Samoylova (web)
    Anastasia Samoylova
    a David Campany
    Querido David: Me ha encantado que trajeras a colación a John Cage y su «respons-habilidad» en relación con las imágenes. Me gustaría profundizar en esa idea de inter...leer más
    13 diciembre, 2018

    Querido David:

    Me ha encantado que trajeras a colación a John Cage y su «respons-habilidad» en relación con las imágenes. Me gustaría profundizar en esa idea de interlocutor activo desde la perspectiva de la composición de las fotografías, ya que considero que los elementos formales tienen una importancia crítica a la hora de percibir cada imagen. En el fascinante ensayo titulado Silencio del que procede el término que citabas, Cage disecciona la estructura de una composición musical y propone algunos ejemplos de la naturaleza al hablar de la respuesta individual de los espectadores a los fenómenos, ya sean en forma visual o sonora: «¿Una montaña no nos produce un involuntario sentimiento de asombro? (…) ¿Qué hay más furioso que el destello del relámpago y el sonido del trueno?». Sin embargo, la respuesta emocional de cada persona ante esas experiencias es bastante subjetiva, así que cuando toman forma de arte, los sonidos (en el caso de Cage) o los elementos visuales (en el nuestro) deben ser hasta cierto punto ajenos a las teorías preconcebidas sobre su significado. Creo que esto guarda relación con la distinción que hacías anteriormente entre los aspectos poéticos y prosaicos de una imagen.

    “En fotografía, al contrario que con la pintura, encuadre y composición tienden a percibirse como si fueran algo mecánico”

    Cuando aprenden a analizar críticamente la fotografía, se aconseja a los estudiantes de arte que examinen tanto el tema como la composición de las imágenes, con todos los componentes visuales. En fotografía, al contrario que con la pintura, encuadre y composición tienden a percibirse como si fueran algo mecánico. Para el espectador, el tema de una fotografía a menudo eclipsa la intención original, el contexto en el que se realizó o cualquier logro formal. Al observar un cuadro, el entorno que rodeaba al autor en el momento de crearlo rara vez viene a la mente en primer lugar, ya que solemos imaginar al artista pintando en su estudio a menos que se trate de una obra en plein air. No obstante, con algunas excepciones, en la fotografía figurativa el autor estaba justo allí en el momento de producirse la situación, un hecho que quizá predisponga a estudiar más inquisitivamente la historia que subyace a la imagen, como sucede con la fotografía de Ruth Orkin que pusiste de ejemplo.

    Si intentamos describir su fotografía en términos objetivos podríamos decir que vemos a una mujer que camina con brío por la calle de una ciudad, donde se aprecian diversos hombres de pie y sentados tranquilamente. Ella mira hacia delante decididamente mientras los hombres la siguen con la mirada. Los humanos estamos programados de manera natural para centrar la atención en los rostros. Siempre que una imagen contiene una cara, el centro de atención inevitablemente se desplaza hacia los matices de su expresión. En la fotografía de Orkin, creo que la cara de la chica aparece serena, impertérrita frente a los hombres que la observan. Añádase un pie de foto o un título y la interpretación posterior se verá afectada. «Chica americana en Italia» nos desvela que se trata de una turista procedente de un Estados Unidos relativamente más emancipado, quizás, que la Italia de 1952. ¿Es posible que su procedencia contribuya a la atención que recibe en la calle? ¿Los hombres contemplan boquiabiertos su osadía? ¿Es por su vestido a la última moda? En este punto de la lectura de la imagen, la descripción objetiva empieza a virar hacia la interpretación subjetiva. Entra en juego la historia personal.

    Como mujer, he recorrido las calles de las ciudades llevando un vestido muchas veces en mi vida y he experimentado lo que es ser objeto de la atención no deseada y, las más de las veces, la expresión verbal de la atención recibida no me ha resultado agradable. Así que, por desgracia, la historia personal ligada a mi género hace que esa imagen posiblemente inofensiva de los años cincuenta no resulte tan divertida. Si bien la fotografía de Orkin se publicó en Cosmopolitan para ensalzar las bondades de viajar sola con el objetivo de encontrar compañía masculina, para mí sería más satisfactorio desde el punto de vista ético contrastarla con esta obra de Barbara Kruger:

    Sin título (Your gaze hits the side of my face: ‘Tu mirada golpea mi mejilla’), 1981

    Sin título (Your gaze hits the side of my face: ‘Tu mirada golpea mi mejilla’), 1981

    “A veces, indagar en el trasfondo que acompaña a la creación de una imagen puede afectar en gran medida al contexto y la lectura” 

    Aunque la imagen de Kruger contiene una declaración un tanto combativa, lo directo de sus palabras no reduce lo enigmático de la obra. El busto clásico, que representa un rostro humano, parece bastante andrógino. Transmite la ilusión de estar casi vivo, y parece un retrato realizado con una luz dura, intensa. Cuando se pasa a observar la parte izquierda de la imagen queda claro que se trata de un objeto. ¿A qué mirada se refiere Kruger en el texto?

    A veces, indagar en el trasfondo que acompaña a la creación de una imagen puede afectar en gran medida al contexto y la lectura. Un ejemplo inquietante es este retrato del ministro nazi de la propaganda, Joseph Goebbels, de 1933. Lo realizó Alfred Eisenstaedt y se publicó más tarde en la revista Life. Aunque Goebbels sonreía abiertamente minutos antes de adoptar esta mirada perturbadora, según relató Eisenstadt, la imagen refleja el momento en que Goebbels supo que el fotógrafo era judío. Este trasfondo impregna la imagen de una capa adicional de significado, que posiblemente no hubiera emergido de otro modo. También podría ser, por supuesto, que Eisenstadt decidiera añadirle el relato después de haber tomado la fotografía, de forma retroactiva. En tal caso no habría sido «realmente» verdad, aunque la verdad «simbólica» fuera superior.

    Alfred Eisenstadt, Joseph Goebbels, Ginebra, 1933

    Alfred Eisenstadt, Joseph Goebbels, Ginebra, 1933

     

    Sin duda, el significado de una fotografía se compone de algo más que de la suma de las partes y depende en buena medida de quién la mire. David, recuerdo que una vez me contaste una historia sobre el artista estadounidense Stephen Shore, conocido por su estilo contemplativo distante y la rigurosa atención a la estructura compositiva de sus imágenes. En una ocasión, mientras presentaba su libro Uncommon Places, la persona que lo hojeaba, que era mecánico, preguntó por qué aparecían tantos coches MGB en sus fotografías. Quería saber si había muchos de ellos en Estados Unidos o si Shore sentía predilección por ellos. A Shore le encantó la pregunta y dijo que ningún «amante de la fotografía» hubiera preguntado eso.

    Para un espectador así, el mérito artístico, que suele estar determinado por las convenciones artísticas del momento, resulta secundario al leer la imagen. Lo que llamó la atención de aquel mecánico fue algo directamente relacionado con sus intereses personales. De nuevo, la lectura de la imagen viene dictada por el trasfondo personal del espectador. Y la lectura de la imagen de un mecánico es tan importante como la de cualquier otra persona.

    “Y sin el bagaje de la intención y la autoría, la lectura de una fotografía puede ser muy abierta”

    Stephen Shore, Beverley Boulevard and La Brea Avenue, Los Angeles [Beverley Boulevard y La Brea Avenue, Los Ángeles], 22 de junio de 1975

    Stephen Shore, Beverley Boulevard and La Brea Avenue, Los Angeles [Beverley Boulevard y La Brea Avenue, Los Ángeles], 22 de junio de 1975

    El contenido informativo y documental de las fotografías es algo que los «amantes de la fotografía» pueden olvidar fácilmente, preocupados por analizar la intención artística, la forma, la innovación, etc. Sin embargo, más allá de las aspiraciones artísticas del medio, nunca podrá desprenderse del todo de su carácter documental. Sucede muy a menudo que, cuando una imagen sobrevive al paso del tiempo, lo hace por su contenido documental (y dar sentido a ese contenido plantea sus propios retos y ambigüedades, por supuesto). Toda una lección de humildad, porque lo documental poco tiene que ver con la intención y menos aún con la autoría. Y sin el bagaje de la intención y la autoría, la lectura de una fotografía puede ser muy abierta.

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    David Campany es escritor, comisario y artista. Sus muchos libros incluyen Jeff Wall: Picture for Women 2011, Photography and Cinema 2008 y Art and Photography 2003. Ha escrito más de doscientos ensayos para museos y libros monográficos, y colabora...leer más
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